martes, 26 de enero de 2010

Que vuelve a la vida

Son las 7:45 y el andén está atestado. Los cuerpos encogidos por el frío se mantienen juntos sin remedio y se opera entre todos ellos una lucha sorda por mantener cierta distancia. La distancia de la intimidad, el espacio vital, que se reduce minuto a minuto con la afluencia sin descanso de más cuerpos al andén. Los carteles luminosos advierten de la avería en la línea y del retraso en la llegada de los trenes. Las caras somnolientas resoplan, miran los relojes, otras caras miran al vacío absortas en un infierno de música de auricular, algunas están hundidas a duras penas en la lectura de un libro o de un periódico gratuito. Un grupo de jovencitas repasan unos apuntes, moviendo nerviosamente los labios engordados por alambres dentales. Repentinamente y con gran volumen y estridencia golpea el andén un sonido de campanillas que sobrecoge al gentío y se oye una voz metálica: -¡¡¡Se advierte a los señores viajeros que por avería en la línea, el servicio no se presta con regularidad!!! ¡¡¡ Disculpen las molestias!!! Algunas caras muestran su desacuerdo íntimamente, otras gesticulan abiertamente y buscan el apoyo en las caras de los vecinos. Nadie mira a nadie mucho tiempo, y menos para mostrar apoyo. Nadie quiere entablar un diálogo, que finalmente sería incómodo. Incómodo, porque no habría forma de acabarlo allí pegados unos con otros. Mejor no empezar lo que se sabe que será un fracaso, palabras vanas y sin sentido que no van a ir a ningún lado. Nadie en aquel andén quiere conocer a nadie, sólo salir de allí cuanto antes. La atmósfera se está empezando a espesar y algunos cuerpos se despojan de algunas prendas: bufandas, fulares, guantes, gorros; o se desabrochan o abren cremalleras de abrigos, chaquetas, forros polares y chaquetones. Ciertamente allí ya no hace frío, pero Tasio aguanta con el abrigo largo de piel y forro de lana, aunque se ha abierto la bufanda a cuadros y se ha guardado los guantes en los bolsillos. -Anastasio, qué venganza- le decían los amigos, pero Anastasio se llamaba su padre y se llamó así también su abuelo y el padre de su abuelo y quizás todos los hombres de su familia siempre se llamaron Anastasio. - La tropa Anastasia- se burlaba su mujer. En su juventud empezó a presentarse con el diminutivo y todo el mundo, incluso él mismo, le conocía por Tasio. Tasio buscaba con la mirada. Lo hacía con disimulo. Primero a un lado y luego al otro intentando no cruzar la mirada con nadie. -¿Habrá llegado ya? Con tanta gente no sé si nos vamos a ver -. Pensaba. Poco a poco y en oleada un rumor se apodera del andén. Levemente se distingue el sonido del tren que va a salir del túnel. Ese sonido de catarata que aumenta cada vez más su caudal y que surge del túnel con chispazos y golpes metálicos. El tren viene repleto de cuerpos, acumulados en la zona de las puertas correderas de los vagones. Vuelve a recorrer entre el gentío un rumor de fastidio. Los que sudan, si consiguen entrar en el vagón, van a sudar más. Los que a duras penas tienen sitio para leer, deben olvidarse de ello en aquella lata. Pero Tasio sigue buscando por encima de las cabezas, mirando ya sin disimulo al rebaño que ahora se acerca más al borde del andén, estableciendo otra lucha muda por adivinar el lugar en el que se pararán las puertas del vagón y poder entrar en algún espacio minúsculo que quede dentro antes que los demás. El tren para por fin con un chirrido largo. Tras unas décimas de segundo de impaciente espera, por fin las puertas se abren con un golpe neumático. Es entonces cuando la lucha se hace patente. Los cuerpos del andén pujan por entrar en el vagón sin tener en cuenta que algunos cuerpos de dentro quieren salir. Se oyen las primeras voces, primero educadas, al poco, airadas: "Un poco más, para que entre mi hija". "Señora, déjeme pasar". "No empuje, que no cabemos más". "Necesito salir en esta estación, por favor, hay que dejar salir antes de entrar". "Puta línea, todos los meses lo mismo". "Me está pisando, joder, ¿es que no lo ve?". "Apártese por Dios". Tasio se deja llevar por la corriente de cuerpos absorto en sus pensamientos: Hoy no nos veremos. Qué pena. Finalmente el vagón admite a Tasio dentro y a otros muchos cuerpos que se rozan, se empujan y libran otra batalla más por el espacio. A Tasio le da igual, se debate: -Ayer salí de aquí con ganas de hablarle. No puedo negarlo, debo acabar con esto. Qué locura.Mientras piensa esto, sostiene dentro del bolsillo un sobre que contiene una carta. Una carta desesperada, suicida, llena de ruegos y lamentos. Una carta enamorada, loca, obsesa de amor. -Qué locura, qué locura ¿cómo pude escribir estas cosas? Debo estar loco. Sí, pero loco de amor. No me lo puedo quitar de la cabeza, me levanto y me acuesto con esto dentro. Tengo que hablarle, tengo que darle esta carta. Qué locura, si no eres nadie. La tirará, la romperá y quizás me insulte. No podría soportar que me odiara. No, debes aguantar, no digas nada. Pero no puedo más. Esto es lo más auténtico que he sentido nunca. Me hace sentir vivo. Qué locura, qué locura.. En la tarde de ayer, Tasio se encerró en su habitación. Le extrañó a toda la familia semejante actitud en un hombre de costumbres tan rutinarias como era él. Era raro encontrárselo en otro sitio dentro de casa que no fuera delante de la televisión. Tasio temblaba al ponerse delante del papel. Rompió muchas hojas. Unas por ñoñas, otras por frías, otras por agobiantes, otras por distantes o desesperadas; pero poco a poco fue dando cuerpo a una carta que decía lo que necesitaba decir. Recordó la sensación que le recorría al verlo sentado, leyendo o de pie, sujeto elegantemente de las barras del vagón. Recordó su presencia, su cuerpo insinuado bajo la ropa y su olor. El olor a fruta y a hierba, a ducha y calor de una piel limpia. Su pelo bien cortado, que brillaba. Recordó sus manos fuertes, morenas y perfectas. Intentó plasmar en el papel, que su presencia era una aparición de bondad, de alegría, de sensualidad en un agujero inmenso, en una ratonera como era aquella bajo la ciudad. Le pidió perdón por si se sentía molesto. Pero sólo le pedía tomar un café y saber su nombre. Quiero poder saber cómo te llamas.En la carta Tasio no plasmó todo lo que sentía. Dejó a un lado las noches en vela, los despertares sudando, los sueños lúbricos y descarados, sus deseos de carne y besos cuando se hacía la noche. No escribió sobre sus lágrimas al descubrir que no podía reprimir aquel sentimiento. Su rabia ante lo que interpretaba como indiferencia. La ilusión cuando se cruzaban sus miradas. La vergüenza que le causaba que su familia le notara diferente, ahora, con 54 años. No le habló de su sentimiento de culpa, por haberse engañado a sí mismo, a su mujer y a sus hijos durante tanto tiempo. No le habló del desgarro de tener dos vidas en una, durante más de tres años. Pero Tasio hoy estaba decidido. Antes de salir de casa y camino del suburbano ensayó lo que haría y lo que diría. Se planteó alternativas, repitió una y otra vez el discurso, lo cambió, lo varió, le dió diferentes tonos y énfasis a las frases, una y otra vez, y otra y otra, para hacerle entrega de la carta. Pero dentro del vagón que asemeja más una lata de conservas sobre raíles, que un medio de transporte, Tasio se da cuenta de que no está. Esta mañana no le ve, no huele su olor a fruta y hierba, no, porque no está. La estación donde ha de parar se acerca. Está recorriendo el último túnel antes de abandonar el vagón y Tasio suda copiosamente. -No está, no está- Finalmente llega el convoy a su estación, se abren las puertas y sale escupido de allí dentro por la fuerza de la marea humana sin haberle visto, sin tener oportudad de dar el paso definitivo. Tasio esperará volver a verle durante días con la carta en el bolsillo. Pero pasan los días y después las semanas y él no aparece. Tasio llora de impotencia cuando está solo. Llora su desgracia y llora por sí mismo. -Haberle visto todos los días durante tanto tiempo y no saber ahora nada, ni su nombre.- Arde por dentro y guarda la esperanza de encontrárselo. Hasta que una mañana de domingo, en el cuarto de baño de su casa, quema la ajada carta que escribió con tanto esfuerzo meses atrás. Al olor del papel quemado su mujer se alarma e intentando abrir la puerta le pregunta: -Tasio, ¿estás bien? huele a quemado. Tasio abre la puerta y con expresión seria y desvariada contesta a su mujer: -Estoy muerto otra vez, aunque creí haber resucitado.

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