martes, 26 de enero de 2010

Lluvia en Madrid

El aire fresco y húmedo tras la lluvia hace que la ciudad se transforme en el campo que fue. Bajo un cielo azul, perlado de blanquísimas nubes como leche recién echada en un vaso de café, me creo en medio de un paisaje menos violado, más propio de sí. Me creo en medio de bosques de verdor insondable, cubiertos de musgo y líquenes colgantes. Creo oir la corriente leve de una garganta o de un arroyo recién surgido con el sonido encerrado del agua en los canalones. El canto del mirlo, el piar del gorrión me trasladan a laderas inundadas de gorgeos, cantos y chasquidos de millares de pájaros revoloteadores: el ruiseñor, la lavandera, el mito, el cuco, el picapinos. La acera húmeda me recuerda a los caminos, las trochas y veredas embarradas de un campo esplendoroso, mojado y triunfante, un paisaje en su mayoría no invadido. Un mundo libre donde los seres se rigen por antiguas leyes de supervivencia, donde la más leve vida tiene una insustituible importancia para otra existencia y cada centímetro del suelo alberga decenas de vidas. A un mundo así, en el que se respira el equilibrio universal, donde las impuras manos de los hombres egoístas no han llegado aún, me transporta una tarde lluviosa de mayo en Madrid.

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