Arrebato silenciado es esto que me enerva. Torpeza total del cobarde que tuvo y no supo cogerlo. Desesperado grito mudo que pide lo que creyó suyo.
Cuán solo te vas a quedar y lo sabes.
Quizás muerto sería mejor. Lejos de todo. Porque no entendí el mecanismo del vivir, debería disolverme en el Todo.
Pero tiraré mi pellejo seco por el abismo.
Cuán solo te vas a quedar y lo sabes.
Qué dolor, cuánto dolor. En todo este tiempo, dolor, error, control, dolor y ya el máximo dolor. El arrebato último, lo inesperado, el rayo fulminante: tírate, pero ya nada puedes hacer.
Egoísta, idiota, engreído, ingrato, soberbio,... creíste ser lo que no eres, poder con lo que no puedes y estás al borde del abismo con tu pellejo seco y tu alma huida. Y sólo preguntas: ¿qué hago?
Cuán solo te vas a quedar y lo sabes.
Qué bien viene estar en silencio. Leer, escribir, pensar... qué bien viene. Pero en silencio.
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martes, 22 de diciembre de 2015
miércoles, 20 de marzo de 2013
Paz
Despertando en una cama cómoda. En la que cada leve gesto se absorba en algodón. Ventana de luz indirecta que ilumina con el amanecer. Cara sin pesadez, cuerpo sin dolor. Mirar el techo, recordar la noche pasada y que no haya nada, sólo calma. Aguzar el oído y no oír. Sólo con esfuerzo el murmullo lejano de las olas rompiendo en la playa o el piar de pajarillos saludando el día. Cerrar los ojos y sentir el latido propio, pausado y rítmico, a los lados del cuello. Y sentir que la quietud del cuerpo le hace desaparecer de relajación. Haber dormido. Haber descansado. La preocupación a siglos de distancia, ajena a mí, hija sin reconocer en mi nuevo existir. Y la perspectiva de ninguna obligación penosa, ningún quehacer mercenario. Sólo hacer mi capricho. Libre, un nuevo día libre de penas, libre de fealdad, dolor o rabia. Vida bellamente irreal, fantasía de felicidad, un día con potencialidad de paz.
martes, 26 de junio de 2012
El Árbol de los Calcetines. Segunda parte.
Los tres amigos se dieron cuenta de que el árbol daba calcetines cuando se le pedía. Probaron con otras prendas: pidieron pantalones, camisetas, gorros, guantes, bufandas... pero el árbol no hacía caso. Como todos los días desde que plantaron los calcetines de Jorge, los tres amigos regaron el árbol con sus manos y se fueron a jugar con una emoción muy grande. Tenían un secreto maravilloso y no debían contárselo a nadie.
A la hora de la cena, la mamá de Jorge estaba hablando con él, preguntándole cosas del colegio y qué tal en el parque, preguntas de madre que Jorge solía ventilar con vaguedades. Pero de pronto su madre le hizo una pregunta inesperada:
- ¿Qué es lo que haces con tus amigos cerca de la fuente rota? (las madres no saben los nombres de los sitios) Vais todos los días por allí y sabes que no me gusta.
Jorge intentó tragar, pero no le pasaba el bocado. Su madre le estaba mirando con la cara de "cuéntamelo tú, que yo ya sé lo que hacéis. ¡Y no me mientas!". Una mirada larga de definir, pero que Jorge conocía bien. Mirada irresistible y de consecuencias nefastas si a Jorge se le ocurría mentir.
- Aaaaaa, pues....
- Venga, cuéntame. Dime la verdad.
- Hemos plantado unos calcetines y los regamos.
- ¿Unos calcetines? ¿Tus calcetines nuevos? Ya decía yo que dónde estaban. Jorge, por favor. ¿Cómo se te ocurre? Quiero que mañana vayas con tus amigos y los desentierres, a ver si puedo lavarlos. Estarán hechos un desastre ¿Cómo se te ocurre? Qué barbaridad.
- No puedo.
- Irás mañana y me darás los calcetines.
- Es que no puedo.
- ¿Cómo que no? No te pongas rebelde encima.
- Que no puedo, porque ha salido un árbol. El Árbol de los Calcetines.
- Vale ya, Jorge.
Y con un gesto rápido y dolido la madre retiró los platos de la mesa y se los llevó a la cocina disimulando malamente su gran enfado. Jorge la siguió hasta la cocina, no podía ver así a su madre. No le estaba mintiendo y ella no le creía:
- Mamá, te digo la verdad. Ha salido un árbol y cuando le pides calcetines, los saca de las ramas. Le hemos pedido otras ropas, pero sólo saca calcetines. No te miento, de verdad mamá.
- Vamos a lavarnos los dientes, Jorge.
Jorge no podía soportar que su madre no le creyera y se abrazó a sus piernas a punto de llorar:
- Mamá.
Ante aquella desesperación en la voz, la madre bajó los ojos mirando directamente la cara de su hijo y no quiso hacerle sufrir más:
- Vale hijo. Mañana vamos al parque y me enseñas ese árbol. ¿De acuerdo?
- Sí, mamá.
- Venga, a lavarse los dientes y a contar el cuento para dormir.
- Sí, mamá.
Al día siguiente, después de llevar a Jorge al colegio, María, la madre, se acercó por el parque donde jugaban los niños por las tardes. Estaba levemente intrigada. La actitud de Jorge la noche anterior le había confundido.
Caminó hacia la fuente rota que estaba entre dos montículos del parque. Sorprendentemente había un arbolito que no recordaba que estuviera allí. Se acercó más, le dio una vuelta entera al árbol de tronco blanquísimo, ramas finas y hojas de un verde intenso. No sabía mucho de botánica, pero aquel árbol le era totalmente desconocido a María.
Miró un poco a los lados y con cara de incredulidad y un brillito infantil en los ojos, María dijo:
- Unas medias negras.
Y con un leve movimiento ondulante, de entre las ramas del arbolito surgieron dos medias negras muy brillantes. María no daba crédito. Miró a un lado y a otro del parque, nadie a la vista. Tocó las medias, eran auténtico nailon y salían de una rama del árbol. Aquello no podía ser. Tiró despacio de las medias que se desprendieron fácilmente. Las dobló y las metió en el bolso.
Muy perturbada y confundida, María se fue a comprar el pan.
Continuará...
sábado, 23 de junio de 2012
El Árbol de los Calcetines
Jorge siempre llegaba a casa del colegio muy agitado y sudoroso. Había jugado intensamente, había saltado y trotado a cuatro patas por todos los lugares donde no hubiera un adulto que le reprendiera.
Jorge era un niño de seis años, activo, listo y juguetón. A veces, no prestaba atención a lo que se le decía, porque andaba pensando en aviones velocísimos, en coches supersónicos y en animales muy fieros que cazaban ciervos con sus garras súper afiladas.
Su madre ya no sabía qué hacer para quitar a Jorge la manía de llegar a casa y dejar todo tirado por todas partes: la chaqueta encima del sofá, los zapatos cada uno en un rincón, los calcetines... los calcetines de Jorge siempre estaban colocados uno encima del otro con mucho cuidado en cualquier parte: debajo de la mesa del salón, detrás de la puerta del cuarto de baño, a los pies de la cama... A Jorge le gustaban los calcetines, pero le daban calor casi siempre.
Su madre, un día, muy cansada de ver el desorden que dejaba Jorge, le gritó: ¡¡estoy harta de este sembrado!!
Jorge entonces paró en seco, su madre no solía gritar, siempre hablaba bajito y despacio, para que él pudiera entender bien lo que se le decía. Jorge se puso serio y empezó a recoger la ropa, recordando las rutinas del cole: colgó la chaqueta en su percha de la entrada, metió sus zapatos dentro del mueble zapatero de su habitación y los calcetines... los calcetines se los metió en el bolsillo. Jorge había tenido una idea.
Esa tarde, después de merendar, Jorge y su madre salieron al parque a jugar con otros niños del barrio. Jorge procuró que su madre no notara el bulto en el bolsillo. Allí llevaba sus calcetines.
En cuanto salieron a la calle buscó a Sara y a Paco. Cuando les encontró, les contó rápidamente el plan que tenía. Les apartó del resto y les dijo sin mover mucho los labios que tenían que irse al Reguero. El Reguero era el chorrito de agua que se encauzaba levemente de una fuente rota, que siempre tenía fugas de agua. A las madres no les gustaba que fueran a jugar al Reguero, así que tuvieron que hacerse los invisibles. Para eso se agacharon entre los niños que jugaban a las chapas, al fútbol y con los cubos de arena y se distanciaron poco a poco. Finalmente, llegaron al Reguero y Jorge dijo:
- Dice mi madre que mi ropa es un sembrado, pues vamos a plantar mis calcetines, a ver qué pasa.
- Genial - dijo Sara
- Yo cojo agua - apoyó Paco.
Sara y Jorge escarbaron un hoyo con las manos, mientras Paco cogía agua de la fuente. Cuando el hoyo les pareció suficiente, Paco echó el agua, pero ya no tenía casi entre las manos. Pusieron los calcetines sucios y arrugados dentro del hoyo y los enterraron. Después los tres acudieron a la fuente a llenarse las manos de agua, para regar los calcetines recién plantados.Tras esto, se fueron a jugar al parque a la vista de sus madres que no se habían dado cuenta de nada.
Los tres amigos se acercaban todos los días al lugar de plantación, cerca del Reguero, pero nada. No pasaba nada. Aún así, regaban los calcetines cogiendo agua de la fuente rota.
Y así pasaron dos días y tres y cuatro y cinco y seis, pero el séptimo día, el séptimo día, Jorge, Sara y Paco se quedaron con la boca abierta. De la nada, en una sola noche había surgido, en el lugar donde plantaron y regaron los calcetines de Jorge, un árbol. Un árbol de tamaño medio, con tronco blanco y ramas delgadas y delicadas y unas hojas de verde intenso. Dieron una vuelta al árbol y no encontraron nada. Paco, algo molesto, dijo mirando a sus amigos:
- Creí que este árbol sería de calcetines, es un árbol normal y yo quería unos calcetines de algodón que no me picaran y me tuvieran los pies calientes.
En ese mismo instante, un par de ramas se doblaban bajo el peso de unos únicos y blanquísimos pares de calcetines de algodón.
Paco no lo dudó, se acercó decidido al árbol y arrancó aquel par de calcetines y se los puso. Eran unos calcetines muy cómodos, blanditos y nuevos. Los tres amigos se rieron emocionados y buscaron más pares de calcetines en el Árbol de los Calcetines. Pero no había más. Sara se quejó en voz alta:
- Pues vaya, necesito unos calcetines de hilo con globos de colores bordados, para mi vestido rojo y no los encuentro en ninguna tienda. En ese momento el árbol se removió y, silbando levemente, de dos ramitas finas salieron dos calcetines de fino hilo rojo, con bordados de globos de colores. Saltando de alegría Sara los recogió del árbol y, doblándolos con cuidado, los guardó en un bolsillo de sus vaqueros.
Jorge era un niño de seis años, activo, listo y juguetón. A veces, no prestaba atención a lo que se le decía, porque andaba pensando en aviones velocísimos, en coches supersónicos y en animales muy fieros que cazaban ciervos con sus garras súper afiladas.
Su madre ya no sabía qué hacer para quitar a Jorge la manía de llegar a casa y dejar todo tirado por todas partes: la chaqueta encima del sofá, los zapatos cada uno en un rincón, los calcetines... los calcetines de Jorge siempre estaban colocados uno encima del otro con mucho cuidado en cualquier parte: debajo de la mesa del salón, detrás de la puerta del cuarto de baño, a los pies de la cama... A Jorge le gustaban los calcetines, pero le daban calor casi siempre.
Su madre, un día, muy cansada de ver el desorden que dejaba Jorge, le gritó: ¡¡estoy harta de este sembrado!!
Jorge entonces paró en seco, su madre no solía gritar, siempre hablaba bajito y despacio, para que él pudiera entender bien lo que se le decía. Jorge se puso serio y empezó a recoger la ropa, recordando las rutinas del cole: colgó la chaqueta en su percha de la entrada, metió sus zapatos dentro del mueble zapatero de su habitación y los calcetines... los calcetines se los metió en el bolsillo. Jorge había tenido una idea.
Esa tarde, después de merendar, Jorge y su madre salieron al parque a jugar con otros niños del barrio. Jorge procuró que su madre no notara el bulto en el bolsillo. Allí llevaba sus calcetines.
En cuanto salieron a la calle buscó a Sara y a Paco. Cuando les encontró, les contó rápidamente el plan que tenía. Les apartó del resto y les dijo sin mover mucho los labios que tenían que irse al Reguero. El Reguero era el chorrito de agua que se encauzaba levemente de una fuente rota, que siempre tenía fugas de agua. A las madres no les gustaba que fueran a jugar al Reguero, así que tuvieron que hacerse los invisibles. Para eso se agacharon entre los niños que jugaban a las chapas, al fútbol y con los cubos de arena y se distanciaron poco a poco. Finalmente, llegaron al Reguero y Jorge dijo:
- Dice mi madre que mi ropa es un sembrado, pues vamos a plantar mis calcetines, a ver qué pasa.
- Genial - dijo Sara
- Yo cojo agua - apoyó Paco.
Sara y Jorge escarbaron un hoyo con las manos, mientras Paco cogía agua de la fuente. Cuando el hoyo les pareció suficiente, Paco echó el agua, pero ya no tenía casi entre las manos. Pusieron los calcetines sucios y arrugados dentro del hoyo y los enterraron. Después los tres acudieron a la fuente a llenarse las manos de agua, para regar los calcetines recién plantados.Tras esto, se fueron a jugar al parque a la vista de sus madres que no se habían dado cuenta de nada.
Los tres amigos se acercaban todos los días al lugar de plantación, cerca del Reguero, pero nada. No pasaba nada. Aún así, regaban los calcetines cogiendo agua de la fuente rota.
Y así pasaron dos días y tres y cuatro y cinco y seis, pero el séptimo día, el séptimo día, Jorge, Sara y Paco se quedaron con la boca abierta. De la nada, en una sola noche había surgido, en el lugar donde plantaron y regaron los calcetines de Jorge, un árbol. Un árbol de tamaño medio, con tronco blanco y ramas delgadas y delicadas y unas hojas de verde intenso. Dieron una vuelta al árbol y no encontraron nada. Paco, algo molesto, dijo mirando a sus amigos:
- Creí que este árbol sería de calcetines, es un árbol normal y yo quería unos calcetines de algodón que no me picaran y me tuvieran los pies calientes.
En ese mismo instante, un par de ramas se doblaban bajo el peso de unos únicos y blanquísimos pares de calcetines de algodón.
Paco no lo dudó, se acercó decidido al árbol y arrancó aquel par de calcetines y se los puso. Eran unos calcetines muy cómodos, blanditos y nuevos. Los tres amigos se rieron emocionados y buscaron más pares de calcetines en el Árbol de los Calcetines. Pero no había más. Sara se quejó en voz alta:
- Pues vaya, necesito unos calcetines de hilo con globos de colores bordados, para mi vestido rojo y no los encuentro en ninguna tienda. En ese momento el árbol se removió y, silbando levemente, de dos ramitas finas salieron dos calcetines de fino hilo rojo, con bordados de globos de colores. Saltando de alegría Sara los recogió del árbol y, doblándolos con cuidado, los guardó en un bolsillo de sus vaqueros.
Continuará...
domingo, 5 de febrero de 2012
Hombres de velcro. Segunda parte
Viene de "Hombres de velcro"
El, en otro momento, gigantesco hombre de velcro despertó. Estaba tumbado y se intentó incorporar. No pudo. Sintió algo. Decir esto es mucho, los hombres de velcro no sentían. Pero aquel sintió un grandísimo cansancio. Jamás algo parecido había pasado en su prolongada existencia. Era el último de una estirpe de tragadores voraces que, sin más, habían acabado con el mundo tantas veces que no se podía ni contabilizar.
Oyó un ruido a su lado. Y esto le asustó enormemente. Los hombres de velcro no habían oído nunca nada y mucho menos, habían sentido temor. El hombre de velcro no pudo soportar el cataclismo en su existencia, aquella tormenta de emociones que jamás había sentido se disparaban en su mente con tal violencia que tuvo que gritar. ¡¡¡Gritar!!! ¿Dónde se había visto semejante cosa? ¿Qué era aquello? Las bocas de los hombres de velcro habían sido usadas sólo para tragar y tragar, no servían para ninguna otra cosa y ahora, de pronto, aquel agujero negro había emitido un sonido, un sonido que él había escuchado. ¡¡Se había oído a sí mismo!!
Agitadísimo el hombre de velcro intentó huir, pero un sonido suave le hizo detenerse. Un sombra estaba emitiendo sonidos nunca oídos por él. Sintió curiosidad y procuró escuchar con detenimiento aquel sonido. La figura se acercó un poco más siempre emitiendo aquel sonido rítmico y embriagante que le calmó al fin. La figura se aproximó lo suficiente para poder ser vista y unos ojos dulces y confiados miraban al hombre de velcro. Sin dejar de emitir sonidos, la figura se desenganchó un retal de los duros pelos de su cuerpo y se lo ofreció alargando una extremidad al hombre de velcro. La figura era una extraña forma de hombre de velcro, pequeña y clara con extremidades y no era casi redonda como todos los hombres de velcro que él conocía.
En una especie de trance a causa de los sonidos que emitía aquella pálida figura, el hombre de velcro se calmó. La figura se acercó más con el trozo de retal alargado hacia él. Cada vez más cerca hasta que el retal chocó suavemente sobre la boca del hombre de velcro. Confuso, no supo qué hacer y decidió abrir la boca. El retal calló dentro y al hombre de velcro se le proyectaron en la mente paisajes y recuerdos en una corriente punzante. Miró a la figura y abrió la boca de nuevo. La figura se arrancó otro retal y se lo dió al hombre de velcro. Y luego otro y otro más. Hasta que el hombre de velcro supo que aquello eran sabores del mundo nunca degustados.
La figura se marchó y regresó con frecuencia con retales nuevos para el hombre de velcro. Éste degustaba los retales que la figura se separaba de su cuerpo y deseaba la visita en aquel espacio oscuro del que no sabía nada.
Tras muchas visitas y muchos retales comidos, en una ocasión la figura cogió al hombre de velcro por una extremidad y le hizo levantarse del suelo. La figura retiró un velo que dió paso a una refulgencia insoportable para los ojillos del hombre de velcro que llevaba en la casi oscuridad mucho tiempo. Cuando pudo abrir los ojos se dió cuenta de que estaba rodeado de figuras claras. Eran muchos y le miraban fijamente. La refulgencia era una luz en el cielo, a la que nunca había hecho caso antes. El calor de aquella esfera le reconfortó. El grupo de gente emitía aquellos sonidos que tanto le calmaban de su figura cuidadora.
Miró alrededor, ya sin dolor en los ojillos, y vio un suelo cubierto de hierba verde. Corta en la zona donde se encontraban y alta en las laderas de unas montañas que primero se cubrían de arbustos y después de grandes árboles y poco a poco, en la distancia, se mostraban como impasibles moles de piedra.
Recordó su existencia de tragador del mundo y se sintió muy pequeño. Él se había tragado montañas más altas que aquellas sin sentir apenas nada. Sin sentir el calor de aquella luz de arriba, sin el cosquilleo de aquella hierba corta y algo húmeda bajo su cuerpo negro. Al ver el arroyo que descendía tranquilo cerca de aquel lugar, descubrió el brillo plateado de seres sumergidos y oyó el canto de las ranas y el zumbido de insectos minúsculos entre los juncos de la ribera. Recordó haber secado ríos más grandes que ese y mares incluso tan inmensos como todo aquel valle. Pero nunca había visto la belleza que ocultaban esas aguas, la vida en sus orillas que llena el aire de susurros. Había sido capaz en una ocasión de tragarse hasta las nubes del cielo que parecían grandes pero no llenaban. Se había tragado a tantos otros hombres de velcro...
Se sintió solo e insignificante y del centro de su cuerpo negro y reducido surgió un ahogo, una sensación nueva y jamás antes notada por él. El hombre de velcro empezó a derramar agua por los ojillos y de su boca antes informe surgió un sonido ligero, que fue el preludio de un sollozo ahogado y este de un grito angustiado de pena y soledad. El hombre de velcro lloró largo rato desplomado en el suelo.
Finalmente, sintió manos que le tocaban y le tiraban del cuerpo para incorporarlo. Decenas de caras emitían sonidos hipnóticos y muchas más manos le ofrecían retales del mundo. El hombre de velcro aceptó las ofrendas y comió retales de monte, de río y de bosque y se sintió mejor.
El, en otro momento, gigantesco hombre de velcro despertó. Estaba tumbado y se intentó incorporar. No pudo. Sintió algo. Decir esto es mucho, los hombres de velcro no sentían. Pero aquel sintió un grandísimo cansancio. Jamás algo parecido había pasado en su prolongada existencia. Era el último de una estirpe de tragadores voraces que, sin más, habían acabado con el mundo tantas veces que no se podía ni contabilizar.
Oyó un ruido a su lado. Y esto le asustó enormemente. Los hombres de velcro no habían oído nunca nada y mucho menos, habían sentido temor. El hombre de velcro no pudo soportar el cataclismo en su existencia, aquella tormenta de emociones que jamás había sentido se disparaban en su mente con tal violencia que tuvo que gritar. ¡¡¡Gritar!!! ¿Dónde se había visto semejante cosa? ¿Qué era aquello? Las bocas de los hombres de velcro habían sido usadas sólo para tragar y tragar, no servían para ninguna otra cosa y ahora, de pronto, aquel agujero negro había emitido un sonido, un sonido que él había escuchado. ¡¡Se había oído a sí mismo!!
Agitadísimo el hombre de velcro intentó huir, pero un sonido suave le hizo detenerse. Un sombra estaba emitiendo sonidos nunca oídos por él. Sintió curiosidad y procuró escuchar con detenimiento aquel sonido. La figura se acercó un poco más siempre emitiendo aquel sonido rítmico y embriagante que le calmó al fin. La figura se aproximó lo suficiente para poder ser vista y unos ojos dulces y confiados miraban al hombre de velcro. Sin dejar de emitir sonidos, la figura se desenganchó un retal de los duros pelos de su cuerpo y se lo ofreció alargando una extremidad al hombre de velcro. La figura era una extraña forma de hombre de velcro, pequeña y clara con extremidades y no era casi redonda como todos los hombres de velcro que él conocía.
En una especie de trance a causa de los sonidos que emitía aquella pálida figura, el hombre de velcro se calmó. La figura se acercó más con el trozo de retal alargado hacia él. Cada vez más cerca hasta que el retal chocó suavemente sobre la boca del hombre de velcro. Confuso, no supo qué hacer y decidió abrir la boca. El retal calló dentro y al hombre de velcro se le proyectaron en la mente paisajes y recuerdos en una corriente punzante. Miró a la figura y abrió la boca de nuevo. La figura se arrancó otro retal y se lo dió al hombre de velcro. Y luego otro y otro más. Hasta que el hombre de velcro supo que aquello eran sabores del mundo nunca degustados.
La figura se marchó y regresó con frecuencia con retales nuevos para el hombre de velcro. Éste degustaba los retales que la figura se separaba de su cuerpo y deseaba la visita en aquel espacio oscuro del que no sabía nada.
Tras muchas visitas y muchos retales comidos, en una ocasión la figura cogió al hombre de velcro por una extremidad y le hizo levantarse del suelo. La figura retiró un velo que dió paso a una refulgencia insoportable para los ojillos del hombre de velcro que llevaba en la casi oscuridad mucho tiempo. Cuando pudo abrir los ojos se dió cuenta de que estaba rodeado de figuras claras. Eran muchos y le miraban fijamente. La refulgencia era una luz en el cielo, a la que nunca había hecho caso antes. El calor de aquella esfera le reconfortó. El grupo de gente emitía aquellos sonidos que tanto le calmaban de su figura cuidadora.
Miró alrededor, ya sin dolor en los ojillos, y vio un suelo cubierto de hierba verde. Corta en la zona donde se encontraban y alta en las laderas de unas montañas que primero se cubrían de arbustos y después de grandes árboles y poco a poco, en la distancia, se mostraban como impasibles moles de piedra.
Recordó su existencia de tragador del mundo y se sintió muy pequeño. Él se había tragado montañas más altas que aquellas sin sentir apenas nada. Sin sentir el calor de aquella luz de arriba, sin el cosquilleo de aquella hierba corta y algo húmeda bajo su cuerpo negro. Al ver el arroyo que descendía tranquilo cerca de aquel lugar, descubrió el brillo plateado de seres sumergidos y oyó el canto de las ranas y el zumbido de insectos minúsculos entre los juncos de la ribera. Recordó haber secado ríos más grandes que ese y mares incluso tan inmensos como todo aquel valle. Pero nunca había visto la belleza que ocultaban esas aguas, la vida en sus orillas que llena el aire de susurros. Había sido capaz en una ocasión de tragarse hasta las nubes del cielo que parecían grandes pero no llenaban. Se había tragado a tantos otros hombres de velcro...
Se sintió solo e insignificante y del centro de su cuerpo negro y reducido surgió un ahogo, una sensación nueva y jamás antes notada por él. El hombre de velcro empezó a derramar agua por los ojillos y de su boca antes informe surgió un sonido ligero, que fue el preludio de un sollozo ahogado y este de un grito angustiado de pena y soledad. El hombre de velcro lloró largo rato desplomado en el suelo.
Finalmente, sintió manos que le tocaban y le tiraban del cuerpo para incorporarlo. Decenas de caras emitían sonidos hipnóticos y muchas más manos le ofrecían retales del mundo. El hombre de velcro aceptó las ofrendas y comió retales de monte, de río y de bosque y se sintió mejor.
Continuará...
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lunes, 26 de diciembre de 2011
Hombres de velcro
En una tierra más remota que el más remoto de los países más lejanos, hace muchísimo tiempo, cuando las estrellas de los cielos aún no se habían asentado en el firmamento y la tierra era tan nueva y violenta como el nacimiento de las supernovas, andaban por el mundo los hombres de velcro.
Los hombres de velcro siempre querían ser más gordos y más grandes que los demás para poder quedarse con retales de todo por lo que pasaban. Retales de sitios, retales de cosas, retales, retales y retales que dejaban de prenderse si no volvían a engordar y a generar nuevas superficies en sus gordos cuerpos para acumular más y más retales. Idearon la forma de ser cada vez más gordos a base de tragarse todo lo que encontraban. Empezaban por cosas pequeñas, como piedras o árboles, pero finalmente, acababan tragando cosas enormes con sus enormes bocas negras: montañas, ríos, mares, bosques o desiertos.
En algunas ocasiones, los hombres de velcro se lo habían tragado todo y eran tan inmensos que no cabían en el lugar en el que estaban. En esas ocasiones, los hombres de velcro decidían tragarse unos a otros. Se dieron cuenta de que era una forma sencilla de aumentar más rápidamente su tamaño y de dominar completamente una zona de la tierra, puesto que las montañas, los bosques o los ríos que se habían comido tardaban mucho en volver a surgir, y ellos tenían que seguir agigantándose y agigantándose para prender más retales en sus duros y curvados pelos.
Cuando un grupo de hombres de velcro se había tragado a otro grupo, se organizaban para intentar que no se los tragara a ellos otro grupo de otro lugar. A veces, podían defenderse durante algún tiempo, pero al final no venía nadie y los hombres empezaban a perder sus retales y a adelgazar y se miraban con desconfianza y ya no disfrutaban de su interesada camaradería. Y poco a poco iban desapareciendo, mientras otros engordaban extrañamente en un entorno en el que no había nada que tragar. Y de forma imparable, se tragaban unos a otros en una traición constante, hasta que sólo quedaba un grupo muy pequeño y debilitado de hombres de velcro.
Finalmente eran tan pocos en el mundo, tan débiles y tan pequeños que la tierra volvía a surgir de sí misma una vez más y con sus movimientos internos generaba montañas que retenían los gases emitidos por los recientes volcanes. Y los gases se condensaban y llovían sobre las tierras vírgenes unas aguas nuevas que, arrastrándose por los valles, se iban a acumular en las llanuras de lo que en ese momento iba a ser un fondo marino. Y desde allí, por efecto del calor, las aguas se evaporaban y volvían al cielo vacío y, en su viaje, el agua dejaba de ser ácida y generaba vida en la tierra yerma al volver a llover. Y surgían los animales y las plantas, los bosques y las costas y todo volvía a ser de nuevo un vergel, donde los hombres de velcro luchaban por tener más tamaño y más retales de las cosas del mundo en su pelo y se tragaban para ello todo lo que había y a todos los hombres a los que pudieran tragar. Y así ocurrió durante millones y millones de giros alrededor del sol.
Llegó un tiempo, cuando las estrellas parecieron estar quietas en el firmamento, en que la tierra se calmó. Los hombres de velcro seguían sobre la faz de la tierra, enganchando todo a su paso y tragando para agigantarse. Todo se mantenía según su curso normal establecido durante eones. Eso creían ellos.
Súbitamente en algún valle, en algún bosque, en alguna montaña aparecieron hombres de velcro nuevos. Se entremezclaron con los demás. Se frotaban con las cosas para dejar retales en sus pelos tiesos, pero no engordaban nunca. Los viejos hombres de velcro no sabían que creer. Desconfiaron de ellos y no les quisieron admitir en sus banquetes de árboles, ríos y montañas. Y no fueron invitados a las guerras para tragar a otros hombres de velcro. Tampoco pensaron en tragárselos, puesto que eran muy pequeños y no podrían engordarse mucho con semejantes bocados. Los nuevos hombres de velcro fueron olvidados por los viejos hombres de velcro.
En las postrimerías de aquella lejana era, un hombre de velcro, absolutamente solo e inmenso como nunca se vió otro, divisó a lo lejos todo un sistema de montañas. Miró alrededor y todo estaba tragado hasta el límite del magma del planeta. Era el último de los suyos y quiso acudir allí para seguir agigantándose tragando aquellas montañas y todo lo que en ellas habitara. Con paso lento y balanceante se fue aproximando. Llevaba en su interior todo lo tragable de la tierra, incluidos todos los hombres de velcro que habían existido, todos los montes, todas las aguas, todos los aires, todas las arenas excepto aquel trozo de mundo que verdeaba delante de él.
Al pisar la verde hierba una turba de seres se le echaron encima, miles de manos le arrancaron a gran velocidad todos los retales acumulados y vertiginosamente el gigante se fue achicando y achicando más y más a medida que perdía retales. Nunca antes en la existencia de los hombres de velcro algo así había pasado. Nunca habían sido atacados de forma tan fulminante y certera. El gigante no supo qué hacer, no pudo reaccionar y sólo pudo verse achicar y achicar hasta que todo se le volvió oscuridad.
Continuará...
Los hombres de velcro siempre querían ser más gordos y más grandes que los demás para poder quedarse con retales de todo por lo que pasaban. Retales de sitios, retales de cosas, retales, retales y retales que dejaban de prenderse si no volvían a engordar y a generar nuevas superficies en sus gordos cuerpos para acumular más y más retales. Idearon la forma de ser cada vez más gordos a base de tragarse todo lo que encontraban. Empezaban por cosas pequeñas, como piedras o árboles, pero finalmente, acababan tragando cosas enormes con sus enormes bocas negras: montañas, ríos, mares, bosques o desiertos.
En algunas ocasiones, los hombres de velcro se lo habían tragado todo y eran tan inmensos que no cabían en el lugar en el que estaban. En esas ocasiones, los hombres de velcro decidían tragarse unos a otros. Se dieron cuenta de que era una forma sencilla de aumentar más rápidamente su tamaño y de dominar completamente una zona de la tierra, puesto que las montañas, los bosques o los ríos que se habían comido tardaban mucho en volver a surgir, y ellos tenían que seguir agigantándose y agigantándose para prender más retales en sus duros y curvados pelos.
Cuando un grupo de hombres de velcro se había tragado a otro grupo, se organizaban para intentar que no se los tragara a ellos otro grupo de otro lugar. A veces, podían defenderse durante algún tiempo, pero al final no venía nadie y los hombres empezaban a perder sus retales y a adelgazar y se miraban con desconfianza y ya no disfrutaban de su interesada camaradería. Y poco a poco iban desapareciendo, mientras otros engordaban extrañamente en un entorno en el que no había nada que tragar. Y de forma imparable, se tragaban unos a otros en una traición constante, hasta que sólo quedaba un grupo muy pequeño y debilitado de hombres de velcro.
Finalmente eran tan pocos en el mundo, tan débiles y tan pequeños que la tierra volvía a surgir de sí misma una vez más y con sus movimientos internos generaba montañas que retenían los gases emitidos por los recientes volcanes. Y los gases se condensaban y llovían sobre las tierras vírgenes unas aguas nuevas que, arrastrándose por los valles, se iban a acumular en las llanuras de lo que en ese momento iba a ser un fondo marino. Y desde allí, por efecto del calor, las aguas se evaporaban y volvían al cielo vacío y, en su viaje, el agua dejaba de ser ácida y generaba vida en la tierra yerma al volver a llover. Y surgían los animales y las plantas, los bosques y las costas y todo volvía a ser de nuevo un vergel, donde los hombres de velcro luchaban por tener más tamaño y más retales de las cosas del mundo en su pelo y se tragaban para ello todo lo que había y a todos los hombres a los que pudieran tragar. Y así ocurrió durante millones y millones de giros alrededor del sol.
Llegó un tiempo, cuando las estrellas parecieron estar quietas en el firmamento, en que la tierra se calmó. Los hombres de velcro seguían sobre la faz de la tierra, enganchando todo a su paso y tragando para agigantarse. Todo se mantenía según su curso normal establecido durante eones. Eso creían ellos.
Súbitamente en algún valle, en algún bosque, en alguna montaña aparecieron hombres de velcro nuevos. Se entremezclaron con los demás. Se frotaban con las cosas para dejar retales en sus pelos tiesos, pero no engordaban nunca. Los viejos hombres de velcro no sabían que creer. Desconfiaron de ellos y no les quisieron admitir en sus banquetes de árboles, ríos y montañas. Y no fueron invitados a las guerras para tragar a otros hombres de velcro. Tampoco pensaron en tragárselos, puesto que eran muy pequeños y no podrían engordarse mucho con semejantes bocados. Los nuevos hombres de velcro fueron olvidados por los viejos hombres de velcro.
En las postrimerías de aquella lejana era, un hombre de velcro, absolutamente solo e inmenso como nunca se vió otro, divisó a lo lejos todo un sistema de montañas. Miró alrededor y todo estaba tragado hasta el límite del magma del planeta. Era el último de los suyos y quiso acudir allí para seguir agigantándose tragando aquellas montañas y todo lo que en ellas habitara. Con paso lento y balanceante se fue aproximando. Llevaba en su interior todo lo tragable de la tierra, incluidos todos los hombres de velcro que habían existido, todos los montes, todas las aguas, todos los aires, todas las arenas excepto aquel trozo de mundo que verdeaba delante de él.
Al pisar la verde hierba una turba de seres se le echaron encima, miles de manos le arrancaron a gran velocidad todos los retales acumulados y vertiginosamente el gigante se fue achicando y achicando más y más a medida que perdía retales. Nunca antes en la existencia de los hombres de velcro algo así había pasado. Nunca habían sido atacados de forma tan fulminante y certera. El gigante no supo qué hacer, no pudo reaccionar y sólo pudo verse achicar y achicar hasta que todo se le volvió oscuridad.
Continuará...
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jueves, 30 de diciembre de 2010
Al este de la capital. Capítulo 2.
Manuel despertó pesadamente entre un calor insoportable con la cara pegada a un asfalto casi derretido. Sintió unas manos tocándole por la espalda y cierta voz que le preguntaba por su nombre. A duras penas consiguió responder.
-¿Oye, cómo te llamas?¿Me oyes?¿Me oyes? Somos del 112. Te vamos a trasladar al hospital. No hagas nada, no te muevas. Estate tranquilo si no puedes hablar ahora, tienes buen pulso. ¿Me oyes? Estate tranquilo ¿vale?Una cara femenina le hablaba a medio palmo. Parecía que no podía hablar aunque lo intentaba. Manuel se inquietó un tanto, pero dejó hacerse. Estaba terriblemente cansado.
Manuel oyó un rumor lejano, una cacofonía indescifrable. Abrió los ojos y vio una cara que creyó reconocer. Volvió a dormirse con un eco lejano que decía "hijo". La cara era de su madre, ahora la recordaba.
"...pero esto es alucinante".
"Sí que lo es. Pero es lo que me dicen los médicos. No le ha pasado nada, no se ha roto nada y, además, el bulto ha desaparecido".
"¿Pero cómo ha podido pasar?"
"Los médicos no saben dar una explicación, Bertín. Parece un milagro. Lo han mirado con todo: TAC, rayos, resonancia y no ven nada. Los análisis de sangre dan perfectos sin saber por qué".
"Esto es increíble..."
Manuel siente calor en la cara. Quiere abrir los ojos, lo intenta, pero la luz es intensa. Prefiere mantenerlos cerrados. Nota el resplandor al otro lado de los párpados. Tras unos segundos vuelve a intentar abrir los ojos y poco a poco, poniéndose la mano de pantalla, consigue abrir los ojos y ver la estancia donde se encuentra.
Es una habitación de hospital con una ventana grande por donde entra un sol muy potente. No sabe si es de mañana o de tarde, pero el sol pega duro contra la cama. A Manuel le gustaría girar las láminas del estor metálico, pero se siente postrado, sin fuerzas para levantarse.
Se oye una puerta a su izquierda que se abre con cuidado. Tras ella asoma la cara de su madre que, al verle despierto, no puede disimular un gesto de sorpresa que se transforma en emoción incontenible mientras corre a abrazar a su hijo hospitalizado. Ya en los besos y caricias, la madre llora abiertamente mientras en susurros pregunta, reprende y celebra el despertar de su único hijo. Dice palabras ininteligibles para el oído de Manuel, pero claras para su corazón.
Aquella mujer le quiere sobre todas las cosas y la incertidumbre de esos días la estaba matando de pena. La impotencia de ver a su hijo inconsciente y la alegría de saberlo recuperado hacen que las lágrimas de Marta fluyan sin remedio sobre las mejillas y la frente de Manuel. Manuel llora por ver a la madre.
Durante un minuto ellos dos están solos en el mundo y, aunque Manuel no comprende qué le ha pasado, Marta le está transmitiendo que algo importante ha ocurrido. Se lo transmite sin palabras, por contagio, como las lágrimas.
Tras serenarse un tanto, madre e hijo se miran por fin a los ojos. Marta le interroga:
- ¿Cómo te encuantras?¿llevas mucho despierto?
- No mamá, acabo de abrir los ojos... ¿Cuánto llevo aquí?
- Hijo llevas una semana.
- ¿Y qué ha pasado?
- Te saliste de la carretera con el coche.¿No recuerdas nada?
- ...¿Me salí de la carretera?...
- Es un milagro que no te pasara nada. Debiste salir despedido o algo y no te estrellaste con el coche. Te encontraron sobre el asfalto.
-... No... no... recuerdo nada de eso.
- No te preocupes hijo. Los médicos me avisaron de que, si despertabas, y lo has hecho cariño, que quizás estuvieras un poco perdido. No te preocupes, puede que vayas recordando poco a poco... ¿Quieres algo? ¿Beber o comer?
Marta juguetea con la sábana con la mano izquierda, mientras con la derecha aprieta la mano del hijo querido.
- Mamá ¿qué pasa? Hay algo que no me cuentas.
Marta mira a su hijo y mordíendose el labio inferior, duda y busca las palabras en la pared del cabecero.
- Hijo. Es que no sé cómo decírtelo. Es una noticia fantástica, pero es algo aún más increíble.
- No me asustes.
- ¡¡¡No, no!!! No te asustes hijo. Mmmm, bueno.- Marta mueve los ojos de un lado a otro, buscando la forma de decirlo.- Es que el tumor ha desaparecido.
La cara de Manuel era inexpresiva. No podía ser.
- Manuel. El tumor no está. No lo encuentran y todos los análisis lo confirman. ¡¡Te has curado!!.- dijo Marta con voz cantarina.
A Manuel la cabeza le daba vueltas. Un torrente de emociones y preguntas le inundaron el cerebro y los pulmones no tomaron aire durante demasiado tiempo. Como estaba muy débil, la pequeña apnea le provocó un desmayo repentino. Mientras caía inane en la cama del hospital, las láminas del estor metálico se cerraron bruscamente cortando el paso al sol de la tarde.
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jueves, 25 de noviembre de 2010
Al este de la capital. Capítulo 1.
Saliendo de la casa Manuel sintió mucho calor. El mes de mayo había venido al Corredor con una canícula insoportable. Luego vendría junio y julio con un terrible y aplastante calor veraniego que haría huir a todo bicho viviente de aquel pueblo desconocido salvo por el nombre de una cárcel. El mes de agosto dejaría la villa derritiéndose abandonada.
Manuel vivía en Coslada, pero había ido a ver a su compañero Bertín a Meco. Toda la vega del Henares era una especie de arteria comunicada por las autovías, radiales y circunvalaciones de Madrid. Todo pasaba por allí y nada se quedaba. Pasaban cerca los aviones, los trenes superrápidos y los coches aún más rápidos. Había industria, transporte y polígonos, muchos polígonos. Desde Vicálvaro a Alcalá de Henares, pasando por Coslada, San Fernando, Mejorada, Velilla, Loeches y Torrejón, todo era pasar y pasar. Pero Manuel se había quedado. Decidió vivir en Coslada y trabajar en Velilla. Ya llevaba muchos años en la zona este de Madrid y no se había acostumbrado al paso de los aviones.
La decisión de vivir allí fue sencilla: podía pagar un piso pequeño que estaba cerca de su trabajo aún más pequeño. Era dependiente en una tienda de ropa deportiva. Un centro de los llamados factorys, que se llenaba a todas horas de gentes buscando un chollo y así poder lucir una marca de ropa deportiva "de calidad" pero rebajada en el precio.
Manuel vivía en Coslada, pero había ido a ver a su compañero Bertín a Meco. Toda la vega del Henares era una especie de arteria comunicada por las autovías, radiales y circunvalaciones de Madrid. Todo pasaba por allí y nada se quedaba. Pasaban cerca los aviones, los trenes superrápidos y los coches aún más rápidos. Había industria, transporte y polígonos, muchos polígonos. Desde Vicálvaro a Alcalá de Henares, pasando por Coslada, San Fernando, Mejorada, Velilla, Loeches y Torrejón, todo era pasar y pasar. Pero Manuel se había quedado. Decidió vivir en Coslada y trabajar en Velilla. Ya llevaba muchos años en la zona este de Madrid y no se había acostumbrado al paso de los aviones.
La decisión de vivir allí fue sencilla: podía pagar un piso pequeño que estaba cerca de su trabajo aún más pequeño. Era dependiente en una tienda de ropa deportiva. Un centro de los llamados factorys, que se llenaba a todas horas de gentes buscando un chollo y así poder lucir una marca de ropa deportiva "de calidad" pero rebajada en el precio.
A Manuel su trabajo no le gustaba demasiado. "Mucha gente es igual a muchos problemas", decía su compañero Bertín. Bertín vivía en Meco y estaba convaleciente de una operación de apéndice que le tenía en cama. Manuel echaba de menos a Bertín porque éste siempre estaba alegre y con su humor irónico le hacía reír. Por eso esa tarde Manuel salía de su casa tras una visita.
Eran las doce de la mañana y la calle aparecía desierta. Tenía el viejo Ibiza rojo aparcado a pleno sol, porque las sombras eran pocas y muy solicitadas. No es que hubiera muchos coches, había muchísimos en aquel pequeño pueblo y los vehículos aparecían amontonados, luchando, en su estatismo de animales aparcados, por la sombra. El Ibiza de Manuel sudaba, se derretía, brillaba de calor al sol del mediodía. Decidió entrar en aquel horno rojo de volante ardiente, arrancó el motor e inmediatamente el ventilador del aire acondicionado le ardió en la cara. Fueron segundos de ahogo.
Consiguió sacar el coche del sitio y dirigirse a Coslada por la carretera a Alcalá, para coger después la autovía. La radial no era opción, dos euros y pico por cinco minutos menos de viaje, no justificaban el gasto. La vieja nacional le gustaba más y era gratis.
Condujo escuchando música sin más preocupación que la de avanzar por la A-2, cuando repentinamente el cielo se llenó con una sombra inmensa y el calor del sol dejó de llegar a la superficie. Se había hecho noche cerrada y el interior del coche se quedó frío en menos de diez segundos. Manuel frenó en seco asustado. El Ibiza patinó sobre el asfalto yendo a parar contra la mediana de la autovía y acabó rebotado contra el lado derecho de la calzada con el morro hacia el sentido contrario.
A duras penas Manuel pudo abrir la puerta de su coche y, sin resuello, comprobar que estaba nevando y que la carretera estaba totalmente helada. No pasaba nadie por ninguna de las calzadas de la autovía. Aquello no tenía sentido. Nunca había conocido un cambio de tiempo tan espectacularmente rápido. Tiritando de frío, Manuel miró alrededor de sí y no vio a nadie, miró hacia arriba y vio la oscuridad más absoluta que se pueda imaginar. Toda luz era tragada por aquella oquedad en el cielo. Se oyó un pitido y violentamente un foco dorado atravesó el cuerpo de Manuel desde los ojos hasta los pies.
Manuel despertó pesadamente entre un calor insoportable con la cara pegada a un asfalto casi derretido.
Eran las doce de la mañana y la calle aparecía desierta. Tenía el viejo Ibiza rojo aparcado a pleno sol, porque las sombras eran pocas y muy solicitadas. No es que hubiera muchos coches, había muchísimos en aquel pequeño pueblo y los vehículos aparecían amontonados, luchando, en su estatismo de animales aparcados, por la sombra. El Ibiza de Manuel sudaba, se derretía, brillaba de calor al sol del mediodía. Decidió entrar en aquel horno rojo de volante ardiente, arrancó el motor e inmediatamente el ventilador del aire acondicionado le ardió en la cara. Fueron segundos de ahogo.
Consiguió sacar el coche del sitio y dirigirse a Coslada por la carretera a Alcalá, para coger después la autovía. La radial no era opción, dos euros y pico por cinco minutos menos de viaje, no justificaban el gasto. La vieja nacional le gustaba más y era gratis.
Condujo escuchando música sin más preocupación que la de avanzar por la A-2, cuando repentinamente el cielo se llenó con una sombra inmensa y el calor del sol dejó de llegar a la superficie. Se había hecho noche cerrada y el interior del coche se quedó frío en menos de diez segundos. Manuel frenó en seco asustado. El Ibiza patinó sobre el asfalto yendo a parar contra la mediana de la autovía y acabó rebotado contra el lado derecho de la calzada con el morro hacia el sentido contrario.
A duras penas Manuel pudo abrir la puerta de su coche y, sin resuello, comprobar que estaba nevando y que la carretera estaba totalmente helada. No pasaba nadie por ninguna de las calzadas de la autovía. Aquello no tenía sentido. Nunca había conocido un cambio de tiempo tan espectacularmente rápido. Tiritando de frío, Manuel miró alrededor de sí y no vio a nadie, miró hacia arriba y vio la oscuridad más absoluta que se pueda imaginar. Toda luz era tragada por aquella oquedad en el cielo. Se oyó un pitido y violentamente un foco dorado atravesó el cuerpo de Manuel desde los ojos hasta los pies.
Manuel despertó pesadamente entre un calor insoportable con la cara pegada a un asfalto casi derretido.
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lunes, 15 de febrero de 2010
Incompleto relato
No quedaba más remedio que salir a la calle. Ya era de noche y hubiera preferido estarse en casa y, con el pijama ya puesto, cenar y acostarse. Pero no, ciertamente, no. Había que salir de nuevo, aunque fuera de noche y estuviera nevando.
Se puso el abrigo, una bufanda, guantes y gorro, pues pensó que haría frío. También se calzó unas botas gruesas y cogió un palo de madera para no resbalar en el hielo.
Bajó en el ascensor y repasó lo que llevaba. No se le había olvidado nada, incluida la comida en una bolsa de plástico.
Lo primero que hizo al salir del portal fue mirar a la noche iluminada por farolas blanqueadas. No había viento y los copos grandes como galletas caían sin ruido sobre los coches engordados de albor.
Se puso en marcha y rápidamente tuvo calor. Nevaba mucho sí, pero no hacía frío. Se despojó del gorro y la bufanda. La nevada era intensa, pero el silencio era absoluto.
Continuó caminando sobre la nieve suave y el palo de punta metálica resbalaba sobre la acera de piedra ofreciendo más inseguridad que sujección. No se había formado hielo y bajar el palo le pareció un fallo de cálculo. No sabía mucho de nieve.
Giró la esquina a la izquierda y tomó una calle solitaria, sólo recorrida por prudentes coches y peatones acallados por el espectáculo de la nevada.
Al final de la calle se detuvo ante lo que se podía adivinar que era un parque público. Entonces, silbó. Esperó y no se movió. Volvió a silbar quedamente, agachándose un poco, por ese temor inconsciente al qué dirán. Finalmente, tras un arbustillo asomó una gata blanca con rayas del color de la canela. Maulló levemente respondiendo al sonido del nuevo silbido y se decidió a avanzar con prudencia, mirando a la bolsa fijamente, venteando el aire frío y orientando sus orejas locamente a un lado y a otro como si no se fiara.
Él volcó la comida en el blanco mantel de nieve que se resquebrajó con el peso y la gata se decidió a comer de aquellas sobras suculentas. Cuando se hubo satisfecho miró a la cara del hombre mientras este le susurraba palabras ininteligibles para la gata, pero que le resultaban familiares y la tranquilizaban.
Entonces la gata le preguntó: ¿cómo te encuentras?.
El hombre sonrió satisfecho: estoy bien, pero te echo de menos.
La gata contestó en tono meloso: no dejes de venir. A mi también me gusta verte. ¿Cómo está Paco?
El hombre se ensombreció un tanto: hace mucho que no le veo, pero estará bien.
Cariño, le dijo la gata mientras se lamía las patas, vuélvete a casa ya. Mañana no te olvides de venir. Y lentamente, la gata se volvió por donde había venido.
El hombre giró para regresar a su casa. Apretó un poco el paso pues empezaba a tener frío. Entonces vió, detrás de un contenedor de vidrio, un carrito de niño. Estaba nuevo, perfecto para el uso, y pensó que la gente tiraba las cosas nuevas como si tal cosa. Y decidió que lo llevaría a casa para los hijos de Paco.
Anduvo con dificultad, pues el palo le estorbaba y el carrito pesaba un poco más de lo que se había imaginado. No había ya nadie por las calles nevadas y, finalmente, llegó al portal de su casa. Entró y se observó en el gran espejo de la pared. Estaba cubierto de una ligera capa de nieve y pensó en los bollos cubiertos de azúcar.
Se sacudió y subió a casa.
____________________________________________________________________
-¿Estás bien?
-Pues no, Clara, estoy nervioso.
-¿Quieres que te prepare algo que te calme, una tila o prefieres otra cosa?
-Sí, cariño. Una tila estará bien. No la calientes mucho, he de irme pronto.
Mientras Clara desaparece tras el marco de la puerta, el hombre se acerca al mueble bar y se sirve rápidamente un chupito de güisqui. Se lo echa a la garganta y llena ansioso una segunda dosis que se traga sin miramientos. Resopla contenido y oculta el vasito entre los demás vasitos secos. Con los ojos enrojecidos se sienta en el sillón de nuevo y se enciende un cigarrillo. Ladea la cara y mira a través de la ventana la incesante nevada. Verifica la hora en su muñeca izquierda: las diez menos diez, le indica su pequeño reloj digital.
- No ha parado de nevar desde ayer por la tarde, ¡qué barbaridad!- Clara aparece con una tacita humeante- Tómatela antes de que se enfríe.
-Gracias, cariño. No puedo entretenerme demasiado. Quiero llegar un poco antes y explicarle todo. Después va a ser más difícil.
-¿Estás seguro de que no quieres que te acompañe?
-Sí, desde luego, prefiero ir sólo. Pero te lo agradezco mucho. No va a ser fácil.
Se bebe la tila rápidamente y dando un largo abrazo a su mujer, sale de la casa. Clara cierra la puerta con la pena escrita en la cara.
Él pensaba haber ido en su coche, pero la nevada ha trastocado sus planes y se decidió anoche por el metro.
martes, 26 de enero de 2010
Un sueño
Este relato surgió en el mismo instante en que el enterrador empujó el ataúd dentro del nicho.
Dedicado a Felicidad Blázquez Velasco.
Floto, floto sin más a pocos centímetros de la hierba. Detrás de mí el sol calienta, agradable, mi espalda e ilumina un paisaje de montañas boscosas. Frente a mi, hacia arriba, los montes arbolados acaban en un muro de picos de roca madre. Abajo, un acantilado brusco, recubierto de arbustos y helechos, en cuyo fondo corre una gargarta alocada y ruidosa de aguas esmeralda. Detrás, una llanura inmensa de huertas rectangulares en cuyos confines brumosos se arquea el horizonte. Huele a jara, a tomillo, a lavanda, a orégano y a pino. Los imponentes castaños están adornados con sus pendientes de erizo verde claro. En los enebros, las bayas enrojecen maduras ya. Las últimas moras aguantan en los tallos hirientes de las zarzamoras. Los centenarios robles se extienden por todos lados y, aquí y allá, se agrupan en columnatas protegiendo a los jóvenes robles que crecen a sus pies.
Se oye un tableteo. Me acerco volando al origen del sonido. Veo un picapinos, le veo tan cerca que distingo su nuca roja. Me mira y, si perder un segundo más, sigue su afanosa labor. De pronto, detrás de mi, una sombra pasa rápida, seguida de otras dos. Vuelo tras ellas, son rabilargos, diez, quizás quince. Van de aquí para allá, no se están quietos, todos juntos y cada uno por su lado, forman un caos que me resulta difícil de seguir. Persiguiéndolos, llego al desplome que acaba en la garganta. Me dejo caer suavemente y una brisa tibia sopla en mi cara. Pequeños pajarillos zigzaguean a mi alrededor. No, no son los rabilargos, son aviones roqueros que me acompañan en mi descenso piando alegres sin cesar. Llego a la garganta suavemente y desciendo tumbado por encima de la superficie con las manos sumergidas en el agua fresca. El sonido del agua contra las piedras es atronador, pero adivino cierto compás oculto en el estruendo superficial. Un andarríos me mira desde una piedra musgosa y una pareja de lavanderas agitan su cola mietras beben.
Vuelo ahora hacia arriba a gran velocidad, alto, alto, muy alto, por encima de los montes verdes y llego a la altura de los grandes picos rocosos. Durante un momento sólo escucho el silbar del viento en mis oídos. Observo el panorama. A los pies de los montes existe un pueblo de tejados rojizos. Veo tres o cuatro cigüeñas planeando por encima de las casas con sus largas alas blanquinegras. La garganta es ahora un hilito de plata que atraviesa el pueblo y se pierde en la llanura, llendo a parar a un pantano de aguas oscuras. Me giro hacia los picos. A través de un collado aparece un grupito de cabras. Son machos monteses jóvenes, capitaneados por un fabuloso macho de majestuosa cornamenta.
Surco el cielo veloz hacia el pantano y en mi volar atravieso huertas donde verdean surcos de pimentales. Pequeños sequeros de tabaco albergan palomares y a la sombra de parras veo las bocas negras de los pozos. Entre los robledales revolotean grupos de carboneros y trepadores. Una pareja de oropéndolas se cruza con una de abubillas, aquellas con su vuelo recto y veloz, las otras con su vuelo inseguro y a tirones. Atravieso un enorme grupo de abejarucos enloquecidos que se asemejan a balas brillantes de mil colores. Se están dando un festín cerca de una colmena de abejas. Canta el cuco y por encima del pantano vuela un águila. Es un lagunero o un ratonero que ha asustado a las aves acuáticas que salen volando despavoridas. Grupos de gaviotas me pasan rozando y cormoranes negros se alejan hacia los encinares y alcornocales de la dehesa. De allí surge un zorro que bebe de las mansas aguas del pantano y más allá una cierva me mira indiferente. Llegan a mí los olores del lodo, donde canta la rana, y también los aromas de la higuera, el naranjo y el albaricoque. Se mezclan los recios olores con los suaves y el espacio está repleto de rumores y sonidos salvajes y domésticos. Los perros ladran en la lejanía y las ovejas, en su encierro, balan desesperadas. Gruñen los cerdos en la cochiquera y aulla el lobo en los oteros.
Remonto el pantano hasta que se hace río. Río calmo y zigzagueante donde vuela delicadamente una garza real y el martín pescador espera sobre una rama su zambullida. Una hembra de ánade real camina torpe hasta el agua seguida de tres pequeños patitos pardos, se menten en el agua y navegan con facilidad increíble, picando el agua y sacudiendo las cabecitas para secarse.
Estoy a muchos kilómetros de las altas cimas de la sierra, pero oigo la voz cercana de una figura allí, a lo lejos. Me llama por mi nombre sin gritar. Llevado por la curiosidad sobrevuelo la llanura cubierta de olivares y paso por encima de las calles del pueblo donde las golondrinas hacen acrobacias de un alero a otro de los tejados. Miro hacia arriba, a la sierra, y la figura viste de blanco y tiene un pelo largo alborotado por un viento fuerte. Remonto el vuelo en vertical, observando las cicatrices en el campo de las tres carreteras que confluyen en el pueblo, o que de él parten. Llego a los montes altos y la figura me parece un viejo de larga barba que se apoya en un cayado de vid, retorcido y nudoso. Por fin llego hasta la figura, que vestida de blanco es ahora un niño moreno de mirada sonriente. Me saluda y dice:
- Ya es la hora. Debes marcharte. Le escucho perfectamente, pero habla sin mover los labios, sólo sonríe amablemente.
- No te entiendo.- Le respondo. No he visto nunca a este muchacho y sin embargo le trato con familiaridad, como si fuéramos viejos amigos.
- Has estado en donde pediste por un tiempo, pero el tiempo se ha agotado.- Me explica una joven de bellísimo rostro y pelo blanco movido por un fuerte viento que no percibo.
- No te entiendo.- Repito desorientado.
- No te asustes y corre, corre que llegas tarde.
Corro, pero no puedo moverme, miro hacia atrás y el viejo del cayado me despide con un gesto de la mano. No deja de sonreír y sin abrir la boca dice un adiós lleno de amistad. Sigo intentando correr, pero no puedo avanzar, me esfuerzo al máximo cerrando los ojos. De pronto siento un tirón de las axilas hacia arriba y, a una velocidad monstruosa, me alejo de la superficie. Levanto la cabeza y me doy cuenta de que ya el cielo no es azul, sino negro y estrellado. La velocidad debe de ser incalculable porque el planeta se ha perdido ya de vista. Oigo un aletear como un trueno. Levanto más la cabeza y de las axilas me tira una niña desnuda que me sonríe. De la espalda le surgen dos gigantescas alas de plumas negras que sólo he oído una vez aletear. Surco el espacio llevado a tal velocidad que pronto la galaxia se aleja.
- ¿Dónde vamos?- pregunto a la niña. Sonriente y con voz de mujer tranquila me responde:
-Te llevo al principio de todo.
- ¿Para qué?
- Para volver a ser.
- ¿Cómo?.- La niña sonríe ante mi ingenuidad y casi con lástima me responde:
-¿Es que no recuerdas nada?
- No.
- Has de volver a empezar, porque tu vida en la Tierra ya acabó.
- Pero eso no puede ser. ¿Cómo ha sido?
- ¿Tiene alguna importancia eso?
- Déjame, quiero volver, por favor. Quiero quedarme allí.
- No puedo, he de llevarte.
Comienzo a patalear y a intentar soltarme. Lucho, muerdo y araño. La niña tiene una fuerza descomunal y me agarra de los hombros como si sus manos fueran un cepo de hierro. Su cara sin embargo se muestra tranquila, no denota esfuerzo ni enfado por mi rebeldía.
- ¿Estás seguro de lo que quieres?
- Sí, déjame ir.
- No pertenecerás a ningún sitio. Estarás entre dos mundos para siempre.
- No me importa. Déjame marchar, por favor.
- De acuerdo.
La niña suelta y entonces caigo. Y caigo, y caigo sin parar, en línea recta muerto de miedo. Rozo asteroides, orbito planetas de colores y me caliento al pasar junto a estrellas de rojo fulgor. Grito alocadamente. Me voy al fondo de algo que no sé lo que será, cada vez caigo más rápido, más y más rápido. Los planetas y los satélites, los cometas y las galaxias pasan a gran velocidad. El estómago se me encoge y mis labios no pueden mantenerse cerrados. La boca se me abre ante la fuerza del aire y no puedo abrir los ojos. Me estrello, me voy a estrellar en una caída sinfín. Zumba en mis oídos un silbido cada vez más agudo que no puedo resistir y me quiero tapar con las manos las orejas mientras grito de pavor. Y giro y giro sin ningún control...
Me incorporo, todo está oscuro. Miro hacia los lados y no veo nada. En las alturas el cielo estrellado me tranquiliza. Sólo es de noche. Oigo el rumor del agua cerca y voces humanas, risas y palmadas. Cantos y fiesta. Me acerco curioso y veo unas tiendas de campaña y jóvenes que beben mientras cantan y bailan. Hacen mucho ruido y veo que los animales huyen de allí asustados. Me acerco a hablar con ellos. Deben dejar de hacer ruido. Respetar el sitio en el que están. Les hablo y no me oyen, me pongo delante de ellos y no me ven. Grito y gesticulo, pero no ocurre nada. Soy claramente invisible ante ellos. Decido calmarme y susurro al oído de un joven:
-Vete ahora.
El joven abre los ojos desmesuradamente y grita que tienen que irse inmediatamente. Susurro al oído de una chica, casi una niña:
-Márchate ya.
La joven chilla y se levanta como un resorte. Remuevo las hojas del suelo. Soplo en el pelo de algún otro joven. Todo es un caos, gritan y corren sin recoger nada. Se marchan voceando algo sobre el espíritu del bosque y al fin todo queda tranquilo. Me voy a la orilla del riachuelo y me tumbo mirando las estrellas. El espíritu del bosque. Sonrío y cierro los ojos para disfrutar del arrullo del agua y del canto del mochuelo, de la lechuza y de los grillos.
El Espíritu del Bosque.
Dedicado a Felicidad Blázquez Velasco.
Floto, floto sin más a pocos centímetros de la hierba. Detrás de mí el sol calienta, agradable, mi espalda e ilumina un paisaje de montañas boscosas. Frente a mi, hacia arriba, los montes arbolados acaban en un muro de picos de roca madre. Abajo, un acantilado brusco, recubierto de arbustos y helechos, en cuyo fondo corre una gargarta alocada y ruidosa de aguas esmeralda. Detrás, una llanura inmensa de huertas rectangulares en cuyos confines brumosos se arquea el horizonte. Huele a jara, a tomillo, a lavanda, a orégano y a pino. Los imponentes castaños están adornados con sus pendientes de erizo verde claro. En los enebros, las bayas enrojecen maduras ya. Las últimas moras aguantan en los tallos hirientes de las zarzamoras. Los centenarios robles se extienden por todos lados y, aquí y allá, se agrupan en columnatas protegiendo a los jóvenes robles que crecen a sus pies.
Se oye un tableteo. Me acerco volando al origen del sonido. Veo un picapinos, le veo tan cerca que distingo su nuca roja. Me mira y, si perder un segundo más, sigue su afanosa labor. De pronto, detrás de mi, una sombra pasa rápida, seguida de otras dos. Vuelo tras ellas, son rabilargos, diez, quizás quince. Van de aquí para allá, no se están quietos, todos juntos y cada uno por su lado, forman un caos que me resulta difícil de seguir. Persiguiéndolos, llego al desplome que acaba en la garganta. Me dejo caer suavemente y una brisa tibia sopla en mi cara. Pequeños pajarillos zigzaguean a mi alrededor. No, no son los rabilargos, son aviones roqueros que me acompañan en mi descenso piando alegres sin cesar. Llego a la garganta suavemente y desciendo tumbado por encima de la superficie con las manos sumergidas en el agua fresca. El sonido del agua contra las piedras es atronador, pero adivino cierto compás oculto en el estruendo superficial. Un andarríos me mira desde una piedra musgosa y una pareja de lavanderas agitan su cola mietras beben.
Vuelo ahora hacia arriba a gran velocidad, alto, alto, muy alto, por encima de los montes verdes y llego a la altura de los grandes picos rocosos. Durante un momento sólo escucho el silbar del viento en mis oídos. Observo el panorama. A los pies de los montes existe un pueblo de tejados rojizos. Veo tres o cuatro cigüeñas planeando por encima de las casas con sus largas alas blanquinegras. La garganta es ahora un hilito de plata que atraviesa el pueblo y se pierde en la llanura, llendo a parar a un pantano de aguas oscuras. Me giro hacia los picos. A través de un collado aparece un grupito de cabras. Son machos monteses jóvenes, capitaneados por un fabuloso macho de majestuosa cornamenta.
Surco el cielo veloz hacia el pantano y en mi volar atravieso huertas donde verdean surcos de pimentales. Pequeños sequeros de tabaco albergan palomares y a la sombra de parras veo las bocas negras de los pozos. Entre los robledales revolotean grupos de carboneros y trepadores. Una pareja de oropéndolas se cruza con una de abubillas, aquellas con su vuelo recto y veloz, las otras con su vuelo inseguro y a tirones. Atravieso un enorme grupo de abejarucos enloquecidos que se asemejan a balas brillantes de mil colores. Se están dando un festín cerca de una colmena de abejas. Canta el cuco y por encima del pantano vuela un águila. Es un lagunero o un ratonero que ha asustado a las aves acuáticas que salen volando despavoridas. Grupos de gaviotas me pasan rozando y cormoranes negros se alejan hacia los encinares y alcornocales de la dehesa. De allí surge un zorro que bebe de las mansas aguas del pantano y más allá una cierva me mira indiferente. Llegan a mí los olores del lodo, donde canta la rana, y también los aromas de la higuera, el naranjo y el albaricoque. Se mezclan los recios olores con los suaves y el espacio está repleto de rumores y sonidos salvajes y domésticos. Los perros ladran en la lejanía y las ovejas, en su encierro, balan desesperadas. Gruñen los cerdos en la cochiquera y aulla el lobo en los oteros.
Remonto el pantano hasta que se hace río. Río calmo y zigzagueante donde vuela delicadamente una garza real y el martín pescador espera sobre una rama su zambullida. Una hembra de ánade real camina torpe hasta el agua seguida de tres pequeños patitos pardos, se menten en el agua y navegan con facilidad increíble, picando el agua y sacudiendo las cabecitas para secarse.
Estoy a muchos kilómetros de las altas cimas de la sierra, pero oigo la voz cercana de una figura allí, a lo lejos. Me llama por mi nombre sin gritar. Llevado por la curiosidad sobrevuelo la llanura cubierta de olivares y paso por encima de las calles del pueblo donde las golondrinas hacen acrobacias de un alero a otro de los tejados. Miro hacia arriba, a la sierra, y la figura viste de blanco y tiene un pelo largo alborotado por un viento fuerte. Remonto el vuelo en vertical, observando las cicatrices en el campo de las tres carreteras que confluyen en el pueblo, o que de él parten. Llego a los montes altos y la figura me parece un viejo de larga barba que se apoya en un cayado de vid, retorcido y nudoso. Por fin llego hasta la figura, que vestida de blanco es ahora un niño moreno de mirada sonriente. Me saluda y dice:
- Ya es la hora. Debes marcharte. Le escucho perfectamente, pero habla sin mover los labios, sólo sonríe amablemente.
- No te entiendo.- Le respondo. No he visto nunca a este muchacho y sin embargo le trato con familiaridad, como si fuéramos viejos amigos.
- Has estado en donde pediste por un tiempo, pero el tiempo se ha agotado.- Me explica una joven de bellísimo rostro y pelo blanco movido por un fuerte viento que no percibo.
- No te entiendo.- Repito desorientado.
- No te asustes y corre, corre que llegas tarde.
Corro, pero no puedo moverme, miro hacia atrás y el viejo del cayado me despide con un gesto de la mano. No deja de sonreír y sin abrir la boca dice un adiós lleno de amistad. Sigo intentando correr, pero no puedo avanzar, me esfuerzo al máximo cerrando los ojos. De pronto siento un tirón de las axilas hacia arriba y, a una velocidad monstruosa, me alejo de la superficie. Levanto la cabeza y me doy cuenta de que ya el cielo no es azul, sino negro y estrellado. La velocidad debe de ser incalculable porque el planeta se ha perdido ya de vista. Oigo un aletear como un trueno. Levanto más la cabeza y de las axilas me tira una niña desnuda que me sonríe. De la espalda le surgen dos gigantescas alas de plumas negras que sólo he oído una vez aletear. Surco el espacio llevado a tal velocidad que pronto la galaxia se aleja.
- ¿Dónde vamos?- pregunto a la niña. Sonriente y con voz de mujer tranquila me responde:
-Te llevo al principio de todo.
- ¿Para qué?
- Para volver a ser.
- ¿Cómo?.- La niña sonríe ante mi ingenuidad y casi con lástima me responde:
-¿Es que no recuerdas nada?
- No.
- Has de volver a empezar, porque tu vida en la Tierra ya acabó.
- Pero eso no puede ser. ¿Cómo ha sido?
- ¿Tiene alguna importancia eso?
- Déjame, quiero volver, por favor. Quiero quedarme allí.
- No puedo, he de llevarte.
Comienzo a patalear y a intentar soltarme. Lucho, muerdo y araño. La niña tiene una fuerza descomunal y me agarra de los hombros como si sus manos fueran un cepo de hierro. Su cara sin embargo se muestra tranquila, no denota esfuerzo ni enfado por mi rebeldía.
- ¿Estás seguro de lo que quieres?
- Sí, déjame ir.
- No pertenecerás a ningún sitio. Estarás entre dos mundos para siempre.
- No me importa. Déjame marchar, por favor.
- De acuerdo.
La niña suelta y entonces caigo. Y caigo, y caigo sin parar, en línea recta muerto de miedo. Rozo asteroides, orbito planetas de colores y me caliento al pasar junto a estrellas de rojo fulgor. Grito alocadamente. Me voy al fondo de algo que no sé lo que será, cada vez caigo más rápido, más y más rápido. Los planetas y los satélites, los cometas y las galaxias pasan a gran velocidad. El estómago se me encoge y mis labios no pueden mantenerse cerrados. La boca se me abre ante la fuerza del aire y no puedo abrir los ojos. Me estrello, me voy a estrellar en una caída sinfín. Zumba en mis oídos un silbido cada vez más agudo que no puedo resistir y me quiero tapar con las manos las orejas mientras grito de pavor. Y giro y giro sin ningún control...
Me incorporo, todo está oscuro. Miro hacia los lados y no veo nada. En las alturas el cielo estrellado me tranquiliza. Sólo es de noche. Oigo el rumor del agua cerca y voces humanas, risas y palmadas. Cantos y fiesta. Me acerco curioso y veo unas tiendas de campaña y jóvenes que beben mientras cantan y bailan. Hacen mucho ruido y veo que los animales huyen de allí asustados. Me acerco a hablar con ellos. Deben dejar de hacer ruido. Respetar el sitio en el que están. Les hablo y no me oyen, me pongo delante de ellos y no me ven. Grito y gesticulo, pero no ocurre nada. Soy claramente invisible ante ellos. Decido calmarme y susurro al oído de un joven:
-Vete ahora.
El joven abre los ojos desmesuradamente y grita que tienen que irse inmediatamente. Susurro al oído de una chica, casi una niña:
-Márchate ya.
La joven chilla y se levanta como un resorte. Remuevo las hojas del suelo. Soplo en el pelo de algún otro joven. Todo es un caos, gritan y corren sin recoger nada. Se marchan voceando algo sobre el espíritu del bosque y al fin todo queda tranquilo. Me voy a la orilla del riachuelo y me tumbo mirando las estrellas. El espíritu del bosque. Sonrío y cierro los ojos para disfrutar del arrullo del agua y del canto del mochuelo, de la lechuza y de los grillos.
El Espíritu del Bosque.
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