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jueves, 30 de diciembre de 2010

Al este de la capital. Capítulo 2.

Manuel despertó pesadamente entre un calor insoportable con la cara pegada a un asfalto casi derretido. Sintió unas manos tocándole por la espalda y cierta voz que le preguntaba por su nombre. A duras penas consiguió responder.

-¿Oye, cómo te llamas?¿Me oyes?¿Me oyes? Somos del 112. Te vamos a trasladar al hospital. No hagas nada, no te muevas. Estate tranquilo si no puedes hablar ahora, tienes buen pulso. ¿Me oyes? Estate tranquilo ¿vale?


Una cara femenina le hablaba a medio palmo. Parecía que no podía hablar aunque lo intentaba. Manuel se inquietó un tanto, pero dejó hacerse. Estaba terriblemente cansado.


Manuel oyó un rumor lejano, una cacofonía indescifrable. Abrió los ojos y vio una cara que creyó reconocer. Volvió a dormirse con un eco lejano que decía "hijo". La cara era de su madre, ahora la recordaba.


"...pero esto es alucinante".
"Sí que lo es. Pero es lo que me dicen los médicos. No le ha pasado nada, no se ha roto nada y, además, el bulto ha desaparecido".
"¿Pero cómo ha podido pasar?"
"Los médicos no saben dar una explicación, Bertín. Parece un milagro. Lo han mirado con todo: TAC, rayos, resonancia y no ven nada. Los análisis de sangre dan perfectos sin saber por qué".
"Esto es increíble..."


Manuel siente calor en la cara. Quiere abrir los ojos, lo intenta, pero la luz es intensa. Prefiere mantenerlos cerrados. Nota el resplandor al otro lado de los párpados. Tras unos segundos vuelve a intentar abrir los ojos y poco a poco, poniéndose la mano de pantalla, consigue abrir los ojos y ver la estancia donde se encuentra. 
Es una habitación de hospital con una ventana grande por donde entra un sol muy potente. No sabe si es de mañana o de tarde, pero el sol pega duro contra la cama. A Manuel le gustaría girar las láminas del estor metálico, pero se siente postrado, sin fuerzas para levantarse. 

Se oye una puerta a su izquierda que se abre con cuidado. Tras ella asoma la cara de su madre que, al verle despierto, no puede disimular un gesto de sorpresa que se transforma en emoción incontenible mientras corre a abrazar a su hijo hospitalizado. Ya en los besos y caricias, la madre llora abiertamente mientras en susurros pregunta, reprende y celebra el despertar de su único hijo. Dice palabras ininteligibles para el oído de Manuel, pero claras para su corazón. 
Aquella mujer le quiere sobre todas las cosas y la incertidumbre de esos días la estaba matando de pena. La impotencia de ver a su hijo inconsciente y la alegría de saberlo recuperado hacen que las lágrimas de Marta fluyan sin remedio sobre las mejillas y la frente de Manuel. Manuel llora por ver a la madre. 
Durante un minuto ellos dos están solos en el mundo y, aunque Manuel no comprende qué le ha pasado, Marta le está transmitiendo que algo importante ha ocurrido. Se lo transmite sin palabras, por contagio, como las lágrimas.

Tras serenarse un tanto, madre e hijo se miran por fin a los ojos. Marta le interroga: 
- ¿Cómo te encuantras?¿llevas mucho despierto?
- No mamá, acabo de abrir los ojos... ¿Cuánto llevo aquí?
- Hijo llevas una semana.
- ¿Y qué ha pasado?
- Te saliste de la carretera con el coche.¿No recuerdas nada?
- ...¿Me salí de la carretera?...
- Es un milagro que no te pasara nada. Debiste salir despedido o algo y no te estrellaste con el coche. Te encontraron sobre el asfalto.
-... No... no... recuerdo nada de eso.
- No te preocupes hijo. Los médicos me avisaron de que, si despertabas, y lo has hecho cariño, que quizás estuvieras un poco perdido. No te preocupes, puede que vayas recordando poco a poco... ¿Quieres algo? ¿Beber o comer?
Marta juguetea con la sábana con la mano izquierda, mientras con la derecha aprieta la mano del hijo querido.
- Mamá ¿qué pasa? Hay algo que no me cuentas.
Marta mira a su hijo y mordíendose el labio inferior, duda y busca las palabras en la pared del cabecero.
- Hijo. Es que no sé cómo decírtelo. Es una noticia fantástica, pero es algo aún más increíble.
- No me asustes.
- ¡¡¡No, no!!! No te asustes hijo. Mmmm, bueno.- Marta mueve los ojos de un lado a otro, buscando la forma de decirlo.- Es que el tumor ha desaparecido.
La cara de Manuel era inexpresiva. No podía ser. 
- Manuel. El tumor no está. No lo encuentran y todos los análisis lo confirman. ¡¡Te has curado!!.- dijo Marta con voz cantarina.
A Manuel la cabeza le daba vueltas. Un torrente de emociones y preguntas le inundaron el cerebro y los pulmones no tomaron aire durante demasiado tiempo. Como estaba muy débil, la pequeña apnea le provocó un desmayo repentino. Mientras caía inane en la cama del hospital, las láminas del estor metálico se cerraron bruscamente cortando el paso al sol de la tarde.

jueves, 25 de noviembre de 2010

Al este de la capital. Capítulo 1.

Saliendo de la casa Manuel sintió mucho calor. El mes de mayo había venido al Corredor con una canícula insoportable. Luego vendría junio y julio con un terrible y aplastante calor veraniego que haría huir a todo bicho viviente de aquel pueblo desconocido salvo por el nombre de una cárcel. El mes de agosto dejaría la villa derritiéndose abandonada.
Manuel vivía en Coslada, pero había ido a ver a su compañero Bertín a Meco. Toda la vega del Henares era una especie de arteria comunicada por las autovías, radiales y circunvalaciones de Madrid. Todo pasaba por allí y nada se quedaba. Pasaban cerca los aviones, los trenes superrápidos y los coches aún más rápidos. Había industria, transporte y polígonos, muchos polígonos. Desde Vicálvaro a Alcalá de Henares, pasando por Coslada, San Fernando, Mejorada, Velilla, Loeches y Torrejón, todo era pasar y pasar. Pero Manuel se había quedado. Decidió vivir en Coslada y trabajar en Velilla. Ya llevaba muchos años en la zona este de Madrid y no se había acostumbrado al paso de los aviones.
La decisión de vivir allí fue sencilla: podía pagar un piso pequeño que estaba cerca de su trabajo aún más pequeño. Era dependiente en una tienda de ropa deportiva. Un centro de los llamados factorys, que se llenaba a todas horas de gentes buscando un chollo y así poder lucir una marca de ropa deportiva "de calidad" pero rebajada en el precio.

A Manuel su trabajo no le gustaba demasiado. "Mucha gente es igual a muchos problemas", decía su compañero Bertín. Bertín vivía en Meco y estaba convaleciente de una operación de apéndice que le tenía en cama. Manuel echaba de menos a Bertín porque éste siempre estaba alegre y con su humor irónico le hacía reír. Por eso esa tarde Manuel salía de su casa tras una visita.

Eran las doce de la mañana y la calle aparecía desierta. Tenía el viejo Ibiza rojo aparcado a pleno sol, porque las sombras eran pocas y muy solicitadas. No es que hubiera muchos coches, había muchísimos en aquel pequeño pueblo y los vehículos aparecían amontonados, luchando, en su estatismo de animales aparcados, por la sombra. El Ibiza de Manuel sudaba, se derretía, brillaba de calor al sol del mediodía. Decidió entrar en aquel horno rojo de volante ardiente, arrancó el motor e inmediatamente el ventilador del aire acondicionado le ardió en la cara. Fueron segundos de ahogo.
Consiguió sacar el coche del sitio y dirigirse a Coslada por la carretera a Alcalá, para coger después la autovía. La radial no era opción, dos euros y pico por cinco minutos menos de viaje, no justificaban el gasto. La vieja nacional le gustaba más y era gratis.

Condujo escuchando música sin más preocupación que la de avanzar por la A-2, cuando repentinamente el cielo se llenó con una sombra inmensa y el calor del sol dejó de llegar a la superficie. Se había hecho noche cerrada y el interior del coche se quedó frío en menos de diez segundos. Manuel frenó en seco asustado. El Ibiza patinó sobre el asfalto yendo a parar contra la mediana de la autovía y acabó rebotado contra el lado derecho de la calzada con el morro hacia el sentido contrario.
A duras penas Manuel pudo abrir la puerta de su coche y, sin resuello, comprobar que estaba nevando y que la carretera estaba totalmente helada. No pasaba nadie por ninguna de las calzadas de la autovía. Aquello no tenía sentido. Nunca había conocido un cambio de tiempo tan espectacularmente rápido. Tiritando de frío, Manuel miró alrededor de sí y no vio a nadie, miró hacia arriba y vio la oscuridad más absoluta que se pueda imaginar. Toda luz era tragada por aquella oquedad en el cielo. Se oyó un pitido y violentamente un foco dorado atravesó el cuerpo de Manuel desde los ojos hasta los pies.

Manuel despertó pesadamente entre un calor insoportable con la cara pegada a un asfalto casi derretido.