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domingo, 5 de febrero de 2012

Hombres de velcro. Segunda parte

Viene de "Hombres de velcro"

  El, en otro momento, gigantesco hombre de velcro despertó. Estaba tumbado y se intentó incorporar. No pudo. Sintió algo. Decir esto es mucho, los hombres de velcro no sentían. Pero aquel sintió un grandísimo cansancio. Jamás algo parecido había pasado en su prolongada existencia. Era el último de una estirpe de tragadores voraces que, sin más, habían acabado con el mundo tantas veces que no se podía ni contabilizar.

  Oyó un ruido a su lado. Y esto le asustó enormemente. Los hombres de velcro no habían oído nunca nada y mucho menos, habían sentido temor. El hombre de velcro no pudo soportar el cataclismo en su existencia, aquella tormenta de emociones que jamás había sentido se disparaban en su mente con tal violencia que tuvo que gritar. ¡¡¡Gritar!!! ¿Dónde se había visto semejante cosa? ¿Qué era aquello? Las bocas de los hombres de velcro habían sido usadas sólo para tragar y tragar, no servían para ninguna otra cosa y ahora, de pronto, aquel agujero negro había emitido un sonido, un sonido que él había escuchado. ¡¡Se había oído a sí mismo!!

   Agitadísimo el hombre de velcro intentó huir, pero un sonido suave le hizo detenerse. Un sombra estaba emitiendo sonidos nunca oídos por él. Sintió curiosidad y procuró escuchar con detenimiento aquel sonido. La figura se acercó un poco más siempre emitiendo aquel sonido rítmico y embriagante que le calmó al fin. La figura se aproximó lo suficiente para poder ser vista y unos ojos dulces y confiados miraban al hombre de velcro. Sin dejar de emitir sonidos, la figura se desenganchó un retal de los duros pelos de su cuerpo y se lo ofreció alargando una extremidad al hombre de velcro. La figura era una extraña forma de hombre de velcro, pequeña y clara con extremidades y no era casi redonda como todos los hombres de velcro que él conocía.

  En una especie de trance a causa de los sonidos que emitía aquella pálida figura, el hombre de velcro se calmó. La figura se acercó más con el trozo de retal alargado hacia él. Cada vez más cerca hasta que el retal chocó suavemente sobre la boca del hombre de velcro. Confuso, no supo qué hacer y decidió abrir la boca. El retal calló dentro y al hombre de velcro se le proyectaron en la mente paisajes y recuerdos en una corriente punzante. Miró a la figura y abrió la boca de nuevo. La figura se arrancó otro retal y se lo dió al hombre de velcro. Y luego otro y otro más. Hasta que el hombre de velcro supo que aquello eran sabores del mundo nunca degustados.

  La figura se marchó y regresó con frecuencia con retales nuevos para el hombre de velcro. Éste degustaba los retales que la figura se separaba de su cuerpo y deseaba la visita en aquel espacio oscuro del que no sabía nada.

  Tras muchas visitas y muchos retales comidos, en una ocasión la figura cogió al hombre de velcro por una extremidad y le hizo levantarse del suelo. La figura retiró un velo que dió paso a una refulgencia insoportable para los ojillos del hombre de velcro que llevaba en la casi oscuridad mucho tiempo. Cuando pudo abrir los ojos se dió cuenta de que estaba rodeado de figuras claras. Eran muchos y le miraban fijamente. La refulgencia era una luz en el cielo, a la que nunca había hecho caso antes. El calor de aquella esfera le reconfortó. El grupo de gente emitía aquellos sonidos que tanto le calmaban de su figura cuidadora.

  Miró alrededor, ya sin dolor en los ojillos, y vio un suelo cubierto de hierba verde. Corta en la zona donde se encontraban y alta en las laderas de unas montañas que primero se cubrían de arbustos y después de grandes árboles y poco a poco, en la distancia, se mostraban como impasibles moles de piedra.

  Recordó su existencia de tragador del mundo y se sintió muy pequeño. Él se había tragado montañas más altas que aquellas sin sentir apenas nada. Sin sentir el calor de aquella luz de arriba, sin el cosquilleo de aquella hierba corta y algo húmeda bajo su cuerpo negro. Al ver el arroyo que descendía tranquilo cerca de aquel lugar, descubrió el brillo plateado de seres sumergidos y oyó el canto de las ranas y el zumbido de insectos minúsculos entre los juncos de la ribera. Recordó haber secado ríos más grandes que ese y mares incluso tan inmensos como todo aquel valle. Pero nunca había visto la belleza que ocultaban esas aguas, la vida en sus orillas que llena el aire de susurros. Había sido capaz en una ocasión de tragarse hasta las nubes del cielo que parecían grandes pero no llenaban. Se había tragado a tantos otros hombres de velcro...

  Se sintió solo e insignificante y del centro de su cuerpo negro y reducido surgió un ahogo, una sensación nueva y jamás antes notada por él. El hombre de velcro empezó a derramar agua por los ojillos y de su boca antes informe surgió un sonido ligero, que fue el preludio de un sollozo ahogado y este de un grito angustiado de pena y soledad. El hombre de velcro lloró largo rato desplomado en el suelo.

  Finalmente, sintió manos que le tocaban y le tiraban del cuerpo para incorporarlo. Decenas de caras emitían sonidos hipnóticos y muchas más manos le ofrecían retales del mundo. El hombre de velcro aceptó las ofrendas y comió retales de monte, de río y de bosque y se sintió mejor.

 Continuará...

lunes, 26 de diciembre de 2011

Hombres de velcro

  En una tierra más remota que el más remoto de los países más lejanos, hace muchísimo tiempo, cuando las estrellas de los cielos aún no se habían asentado en el firmamento y la tierra era tan nueva y violenta como el nacimiento de las supernovas, andaban por el mundo los hombres de velcro.

  Los hombres de velcro siempre querían ser más gordos y más grandes que los demás para poder quedarse con retales de todo por lo que pasaban. Retales de sitios, retales de cosas, retales, retales y retales que dejaban de prenderse si no volvían a engordar y a generar nuevas superficies en sus gordos cuerpos para acumular más y más retales. Idearon la forma de ser cada vez más gordos a base de tragarse todo lo que encontraban. Empezaban por cosas pequeñas, como piedras o árboles,  pero finalmente, acababan tragando cosas enormes con sus enormes bocas negras: montañas, ríos, mares, bosques o desiertos.

  En algunas ocasiones, los hombres de velcro se lo habían tragado todo y eran tan inmensos que no cabían en el lugar en el que estaban. En esas ocasiones, los hombres de velcro decidían tragarse unos a otros. Se dieron cuenta de que era una forma sencilla de aumentar más rápidamente su tamaño y de dominar completamente una zona de la tierra, puesto que las montañas, los bosques o los ríos que se habían comido tardaban mucho en volver a surgir, y ellos tenían que seguir agigantándose y agigantándose para prender más retales en sus duros y curvados pelos.

  Cuando un grupo de hombres de velcro se había tragado a otro grupo, se organizaban para intentar que no se los tragara a ellos otro grupo de otro lugar. A veces, podían defenderse durante algún tiempo, pero al final no venía nadie y los hombres empezaban a perder sus retales y a adelgazar y se miraban con desconfianza y ya no disfrutaban de su interesada camaradería. Y poco a poco iban desapareciendo, mientras otros engordaban extrañamente en un entorno en el que no había nada que tragar. Y de forma imparable, se tragaban unos a otros en una traición constante, hasta que sólo quedaba un grupo muy pequeño y debilitado de hombres de velcro.

  Finalmente eran tan pocos en el mundo, tan débiles y tan pequeños que la tierra volvía a surgir de sí misma una vez más y con sus movimientos internos generaba montañas que retenían los gases emitidos por los recientes volcanes. Y los gases se condensaban y llovían sobre las tierras vírgenes unas aguas nuevas que, arrastrándose por los valles, se iban a acumular en las llanuras de lo que en ese momento iba a ser un fondo marino. Y desde allí, por efecto del calor, las aguas se evaporaban y volvían al cielo vacío y, en su viaje, el agua dejaba de ser ácida y generaba vida en la tierra yerma al volver a llover. Y surgían los animales y las plantas, los bosques y las costas y todo volvía a ser de nuevo un vergel, donde los hombres de velcro luchaban por tener más tamaño y más retales de las cosas del mundo en su pelo y se tragaban para ello todo lo que había y a todos los hombres a los que pudieran tragar. Y así ocurrió durante millones y millones de giros alrededor del sol.

  Llegó un tiempo, cuando las estrellas parecieron estar quietas en el firmamento, en que la tierra se calmó. Los hombres de velcro seguían sobre la faz de la tierra, enganchando todo a su paso y tragando para agigantarse. Todo se mantenía según su curso normal establecido durante eones. Eso creían ellos.

  Súbitamente en algún valle, en algún bosque, en alguna montaña aparecieron hombres de velcro nuevos. Se entremezclaron con los demás. Se frotaban con las cosas para dejar retales en sus pelos tiesos, pero no engordaban nunca. Los viejos hombres de velcro no sabían que creer. Desconfiaron de ellos y no les quisieron admitir en sus banquetes de árboles, ríos y montañas. Y no fueron invitados a las guerras para tragar a otros hombres de velcro. Tampoco pensaron en tragárselos, puesto que eran muy pequeños y no podrían engordarse mucho con semejantes bocados. Los nuevos hombres de velcro fueron olvidados por los viejos hombres de velcro.

  En las postrimerías de aquella lejana era, un hombre de velcro, absolutamente solo e inmenso como nunca se vió otro, divisó a lo lejos todo un sistema de montañas. Miró alrededor y todo estaba tragado hasta el límite del magma del planeta. Era el último de los suyos y quiso acudir allí para seguir agigantándose tragando aquellas montañas y todo lo que en ellas habitara. Con paso lento y balanceante se fue aproximando. Llevaba en su interior todo lo tragable de la tierra, incluidos todos los hombres de velcro que habían existido, todos los montes, todas las aguas, todos los aires, todas las arenas excepto aquel trozo de mundo que verdeaba delante de él.

  Al pisar la verde hierba una turba de seres se le echaron encima, miles de manos le arrancaron a gran velocidad todos los retales acumulados y vertiginosamente el gigante se fue achicando y achicando más y más a medida que perdía retales. Nunca antes en la existencia de los hombres de velcro algo así había pasado. Nunca habían sido atacados de forma tan fulminante y certera. El gigante no supo qué hacer, no pudo reaccionar y sólo pudo verse achicar y achicar hasta que todo se le volvió oscuridad.

Continuará...