jueves, 25 de noviembre de 2010

Al este de la capital. Capítulo 1.

Saliendo de la casa Manuel sintió mucho calor. El mes de mayo había venido al Corredor con una canícula insoportable. Luego vendría junio y julio con un terrible y aplastante calor veraniego que haría huir a todo bicho viviente de aquel pueblo desconocido salvo por el nombre de una cárcel. El mes de agosto dejaría la villa derritiéndose abandonada.
Manuel vivía en Coslada, pero había ido a ver a su compañero Bertín a Meco. Toda la vega del Henares era una especie de arteria comunicada por las autovías, radiales y circunvalaciones de Madrid. Todo pasaba por allí y nada se quedaba. Pasaban cerca los aviones, los trenes superrápidos y los coches aún más rápidos. Había industria, transporte y polígonos, muchos polígonos. Desde Vicálvaro a Alcalá de Henares, pasando por Coslada, San Fernando, Mejorada, Velilla, Loeches y Torrejón, todo era pasar y pasar. Pero Manuel se había quedado. Decidió vivir en Coslada y trabajar en Velilla. Ya llevaba muchos años en la zona este de Madrid y no se había acostumbrado al paso de los aviones.
La decisión de vivir allí fue sencilla: podía pagar un piso pequeño que estaba cerca de su trabajo aún más pequeño. Era dependiente en una tienda de ropa deportiva. Un centro de los llamados factorys, que se llenaba a todas horas de gentes buscando un chollo y así poder lucir una marca de ropa deportiva "de calidad" pero rebajada en el precio.

A Manuel su trabajo no le gustaba demasiado. "Mucha gente es igual a muchos problemas", decía su compañero Bertín. Bertín vivía en Meco y estaba convaleciente de una operación de apéndice que le tenía en cama. Manuel echaba de menos a Bertín porque éste siempre estaba alegre y con su humor irónico le hacía reír. Por eso esa tarde Manuel salía de su casa tras una visita.

Eran las doce de la mañana y la calle aparecía desierta. Tenía el viejo Ibiza rojo aparcado a pleno sol, porque las sombras eran pocas y muy solicitadas. No es que hubiera muchos coches, había muchísimos en aquel pequeño pueblo y los vehículos aparecían amontonados, luchando, en su estatismo de animales aparcados, por la sombra. El Ibiza de Manuel sudaba, se derretía, brillaba de calor al sol del mediodía. Decidió entrar en aquel horno rojo de volante ardiente, arrancó el motor e inmediatamente el ventilador del aire acondicionado le ardió en la cara. Fueron segundos de ahogo.
Consiguió sacar el coche del sitio y dirigirse a Coslada por la carretera a Alcalá, para coger después la autovía. La radial no era opción, dos euros y pico por cinco minutos menos de viaje, no justificaban el gasto. La vieja nacional le gustaba más y era gratis.

Condujo escuchando música sin más preocupación que la de avanzar por la A-2, cuando repentinamente el cielo se llenó con una sombra inmensa y el calor del sol dejó de llegar a la superficie. Se había hecho noche cerrada y el interior del coche se quedó frío en menos de diez segundos. Manuel frenó en seco asustado. El Ibiza patinó sobre el asfalto yendo a parar contra la mediana de la autovía y acabó rebotado contra el lado derecho de la calzada con el morro hacia el sentido contrario.
A duras penas Manuel pudo abrir la puerta de su coche y, sin resuello, comprobar que estaba nevando y que la carretera estaba totalmente helada. No pasaba nadie por ninguna de las calzadas de la autovía. Aquello no tenía sentido. Nunca había conocido un cambio de tiempo tan espectacularmente rápido. Tiritando de frío, Manuel miró alrededor de sí y no vio a nadie, miró hacia arriba y vio la oscuridad más absoluta que se pueda imaginar. Toda luz era tragada por aquella oquedad en el cielo. Se oyó un pitido y violentamente un foco dorado atravesó el cuerpo de Manuel desde los ojos hasta los pies.

Manuel despertó pesadamente entre un calor insoportable con la cara pegada a un asfalto casi derretido.