En una tierra más remota que el más remoto de los países más lejanos, hace muchísimo tiempo, cuando las estrellas de los cielos aún no se habían asentado en el firmamento y la tierra era tan nueva y violenta como el nacimiento de las supernovas, andaban por el mundo los hombres de velcro.
Los hombres de velcro siempre querían ser más gordos y más grandes que los demás para poder quedarse con retales de todo por lo que pasaban. Retales de sitios, retales de cosas, retales, retales y retales que dejaban de prenderse si no volvían a engordar y a generar nuevas superficies en sus gordos cuerpos para acumular más y más retales. Idearon la forma de ser cada vez más gordos a base de tragarse todo lo que encontraban. Empezaban por cosas pequeñas, como piedras o árboles, pero finalmente, acababan tragando cosas enormes con sus enormes bocas negras: montañas, ríos, mares, bosques o desiertos.
En algunas ocasiones, los hombres de velcro se lo habían tragado todo y eran tan inmensos que no cabían en el lugar en el que estaban. En esas ocasiones, los hombres de velcro decidían tragarse unos a otros. Se dieron cuenta de que era una forma sencilla de aumentar más rápidamente su tamaño y de dominar completamente una zona de la tierra, puesto que las montañas, los bosques o los ríos que se habían comido tardaban mucho en volver a surgir, y ellos tenían que seguir agigantándose y agigantándose para prender más retales en sus duros y curvados pelos.
Cuando un grupo de hombres de velcro se había tragado a otro grupo, se organizaban para intentar que no se los tragara a ellos otro grupo de otro lugar. A veces, podían defenderse durante algún tiempo, pero al final no venía nadie y los hombres empezaban a perder sus retales y a adelgazar y se miraban con desconfianza y ya no disfrutaban de su interesada camaradería. Y poco a poco iban desapareciendo, mientras otros engordaban extrañamente en un entorno en el que no había nada que tragar. Y de forma imparable, se tragaban unos a otros en una traición constante, hasta que sólo quedaba un grupo muy pequeño y debilitado de hombres de velcro.
Finalmente eran tan pocos en el mundo, tan débiles y tan pequeños que la tierra volvía a surgir de sí misma una vez más y con sus movimientos internos generaba montañas que retenían los gases emitidos por los recientes volcanes. Y los gases se condensaban y llovían sobre las tierras vírgenes unas aguas nuevas que, arrastrándose por los valles, se iban a acumular en las llanuras de lo que en ese momento iba a ser un fondo marino. Y desde allí, por efecto del calor, las aguas se evaporaban y volvían al cielo vacío y, en su viaje, el agua dejaba de ser ácida y generaba vida en la tierra yerma al volver a llover. Y surgían los animales y las plantas, los bosques y las costas y todo volvía a ser de nuevo un vergel, donde los hombres de velcro luchaban por tener más tamaño y más retales de las cosas del mundo en su pelo y se tragaban para ello todo lo que había y a todos los hombres a los que pudieran tragar. Y así ocurrió durante millones y millones de giros alrededor del sol.
Llegó un tiempo, cuando las estrellas parecieron estar quietas en el firmamento, en que la tierra se calmó. Los hombres de velcro seguían sobre la faz de la tierra, enganchando todo a su paso y tragando para agigantarse. Todo se mantenía según su curso normal establecido durante eones. Eso creían ellos.
Súbitamente en algún valle, en algún bosque, en alguna montaña aparecieron hombres de velcro nuevos. Se entremezclaron con los demás. Se frotaban con las cosas para dejar retales en sus pelos tiesos, pero no engordaban nunca. Los viejos hombres de velcro no sabían que creer. Desconfiaron de ellos y no les quisieron admitir en sus banquetes de árboles, ríos y montañas. Y no fueron invitados a las guerras para tragar a otros hombres de velcro. Tampoco pensaron en tragárselos, puesto que eran muy pequeños y no podrían engordarse mucho con semejantes bocados. Los nuevos hombres de velcro fueron olvidados por los viejos hombres de velcro.
En las postrimerías de aquella lejana era, un hombre de velcro, absolutamente solo e inmenso como nunca se vió otro, divisó a lo lejos todo un sistema de montañas. Miró alrededor y todo estaba tragado hasta el límite del magma del planeta. Era el último de los suyos y quiso acudir allí para seguir agigantándose tragando aquellas montañas y todo lo que en ellas habitara. Con paso lento y balanceante se fue aproximando. Llevaba en su interior todo lo tragable de la tierra, incluidos todos los hombres de velcro que habían existido, todos los montes, todas las aguas, todos los aires, todas las arenas excepto aquel trozo de mundo que verdeaba delante de él.
Al pisar la verde hierba una turba de seres se le echaron encima, miles de manos le arrancaron a gran velocidad todos los retales acumulados y vertiginosamente el gigante se fue achicando y achicando más y más a medida que perdía retales. Nunca antes en la existencia de los hombres de velcro algo así había pasado. Nunca habían sido atacados de forma tan fulminante y certera. El gigante no supo qué hacer, no pudo reaccionar y sólo pudo verse achicar y achicar hasta que todo se le volvió oscuridad.
Continuará...
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