martes, 26 de enero de 2010

Domingo

Habiendo caminado por más de una hora, encontré un pequeño parque donde sentarme a descansar. Era un parque chiquito, con árboles de buena altura y mejor sombra. Me acomodé en un banco de madera y al apoyar la espalda resoplé agradecido. Para ser abril hacía demasiado calor, pero en aquella zona sombría, la atmósfera era muy agradable. Era domingo al mediodía y prácticamente estaba solo en aquella calle. Un viejo, en otro banco a mi izquierda, leía un periódico y de vez en cuando pasaba lento algún coche, al otro lado del parquecito. Por lo demás, no se oía nada más que el cantar de los mirlos y el piar de los gorriones. El sol bajaba hacia su ocaso y los árboles me protegían de él. Pequeños jirones de luz se colaban por entre las hojas haciéndome guiñar los ojos. Estiré las piernas y los brazos: ¡qué bien se estaba!. De pronto, un gran alboroto. A mis pies cayó una masa parda de gorriones piando desaforadamente. Eran cuatro machos atosigando a una hembra. Los machos peleaban entre ellos y a su vez intentaban montar a la hembra. Ella se defendía y repartía picotazos para todos, se revolcaba, arañaba y acometía con pundonor el ataque desigual. Finalmente, en un descuido de los machos reñidores, emprendió el vuelo a la velocidad del rayo y los cuatro pretendientes volaron tras ella como centellas, atacándose entre sí, sin perder distancia con la hembra. Los perdí de vista tras una nueva caída al suelo al otro lado de la calle. Súbitamente se levantó algo de aire. El recién recompuesto silencio se transformó en un millar de frufrúes provocados por las semillas secas de los árboles, que como pequeños abanicos, cortaban el viento. Sopló algo más fuerte el viento encajonado entre los bloques de pisos. Millares de frutos se descolgaron en una nevada peculiar, brillando a contraluz, revoloteando a merced de Eolo caprichoso. Al llegar al suelo continuaban su carrera a golpe de viento, transformando el adoquinado en una cinta transportadora sin fin. Y de pronto, todo cesó. El silencio volvió. El viejo no se había movido, aparentemente impertérrito. Volvió la atmósfera de domingo, relajada y melancólica. No pude por menos que sonreir ante el milagro. El milagro de que yo estuviera allí en el preciso momento en el que todas aquellas cosas sucedieron. Fue un instante, un suspiro, un episodio insignificantemente corto, pero fue pura y simple poesía.

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