Qué bien viene estar en silencio. Leer, escribir, pensar... qué bien viene. Pero en silencio.
martes, 26 de enero de 2010
No me hables que te entiendo, no me mires que te siento.
Dónde estoy yo.
Este documento que me dispongo a publicar ha aparecido en una carpeta recóndita de mi computador. La verdad es que estuve haciendo un pequeño ejercicio de memoria, por ver si recordaba el momento en el que escribí esto con tan mala leche. Ya sabéis: sólo escribo si estoy arrebatado (de amor, de odio o de cualquiera otra emoción). Después de pensar un poco y no encontrar la respuesta, vi que lo escribí poco antes de nacer Marcos. Esto me hace aún más gracia, porque hoy por hoy los temores que desencadenaron este escrito están desterrados y no tienen ningún lugar en mi corazón. Mis hijos son lo mejor que me ha pasado, pero este texto quizás sirva para los que están a punto de que les cambie la vida con un hijo. Tranquilos, no pasa nada grave.
Dedicado a todos y todas los que, a veces, me leen.
¿Dónde estoy yo? ¿dónde aquel ser especial que creía ser? ¿dónde fue la ilusión? ¿dónde está el arrebato, la locura, lo auténtico, la frescura? Nunca fui nada de lo que me creí. La vida me llevó por derroteros que yo nunca transgredí. Veo que me hago mayor y nada a mi alrededor ha dejado de ser baladí. Nada tiene sentido. Nada es auténtico, vivido, todo diferido, observado, alejado de mí. ¿Dónde estoy yo? ¿dónde mi amor? ¿dónde mi significación, mi legado, mi camino, mi excusa para existir? No la encuentro, ni siquiera la perdí, porque nunca la poseí. Estoy perdido, perdido, perdido en mi vida, en mi rutina, en una segunda existencia de mentira. Este no soy yo, mi yo no existe ya más que para mí, en noches de frenesí, alcohol y destrucción. Nunca ya podré expresar lo que deseo de verdad que es enfermar de amor, de peligros y libertad. Me pudriré poco a poco, consumido en mi vida feliz, a la vista de todos en mi tumba de oro.
Que vuelve a la vida
¡Sorpresa!
Orgulloso cumplidor
Un sueño
Dedicado a Felicidad Blázquez Velasco.
Floto, floto sin más a pocos centímetros de la hierba. Detrás de mí el sol calienta, agradable, mi espalda e ilumina un paisaje de montañas boscosas. Frente a mi, hacia arriba, los montes arbolados acaban en un muro de picos de roca madre. Abajo, un acantilado brusco, recubierto de arbustos y helechos, en cuyo fondo corre una gargarta alocada y ruidosa de aguas esmeralda. Detrás, una llanura inmensa de huertas rectangulares en cuyos confines brumosos se arquea el horizonte. Huele a jara, a tomillo, a lavanda, a orégano y a pino. Los imponentes castaños están adornados con sus pendientes de erizo verde claro. En los enebros, las bayas enrojecen maduras ya. Las últimas moras aguantan en los tallos hirientes de las zarzamoras. Los centenarios robles se extienden por todos lados y, aquí y allá, se agrupan en columnatas protegiendo a los jóvenes robles que crecen a sus pies.
Se oye un tableteo. Me acerco volando al origen del sonido. Veo un picapinos, le veo tan cerca que distingo su nuca roja. Me mira y, si perder un segundo más, sigue su afanosa labor. De pronto, detrás de mi, una sombra pasa rápida, seguida de otras dos. Vuelo tras ellas, son rabilargos, diez, quizás quince. Van de aquí para allá, no se están quietos, todos juntos y cada uno por su lado, forman un caos que me resulta difícil de seguir. Persiguiéndolos, llego al desplome que acaba en la garganta. Me dejo caer suavemente y una brisa tibia sopla en mi cara. Pequeños pajarillos zigzaguean a mi alrededor. No, no son los rabilargos, son aviones roqueros que me acompañan en mi descenso piando alegres sin cesar. Llego a la garganta suavemente y desciendo tumbado por encima de la superficie con las manos sumergidas en el agua fresca. El sonido del agua contra las piedras es atronador, pero adivino cierto compás oculto en el estruendo superficial. Un andarríos me mira desde una piedra musgosa y una pareja de lavanderas agitan su cola mietras beben.
Vuelo ahora hacia arriba a gran velocidad, alto, alto, muy alto, por encima de los montes verdes y llego a la altura de los grandes picos rocosos. Durante un momento sólo escucho el silbar del viento en mis oídos. Observo el panorama. A los pies de los montes existe un pueblo de tejados rojizos. Veo tres o cuatro cigüeñas planeando por encima de las casas con sus largas alas blanquinegras. La garganta es ahora un hilito de plata que atraviesa el pueblo y se pierde en la llanura, llendo a parar a un pantano de aguas oscuras. Me giro hacia los picos. A través de un collado aparece un grupito de cabras. Son machos monteses jóvenes, capitaneados por un fabuloso macho de majestuosa cornamenta.
Surco el cielo veloz hacia el pantano y en mi volar atravieso huertas donde verdean surcos de pimentales. Pequeños sequeros de tabaco albergan palomares y a la sombra de parras veo las bocas negras de los pozos. Entre los robledales revolotean grupos de carboneros y trepadores. Una pareja de oropéndolas se cruza con una de abubillas, aquellas con su vuelo recto y veloz, las otras con su vuelo inseguro y a tirones. Atravieso un enorme grupo de abejarucos enloquecidos que se asemejan a balas brillantes de mil colores. Se están dando un festín cerca de una colmena de abejas. Canta el cuco y por encima del pantano vuela un águila. Es un lagunero o un ratonero que ha asustado a las aves acuáticas que salen volando despavoridas. Grupos de gaviotas me pasan rozando y cormoranes negros se alejan hacia los encinares y alcornocales de la dehesa. De allí surge un zorro que bebe de las mansas aguas del pantano y más allá una cierva me mira indiferente. Llegan a mí los olores del lodo, donde canta la rana, y también los aromas de la higuera, el naranjo y el albaricoque. Se mezclan los recios olores con los suaves y el espacio está repleto de rumores y sonidos salvajes y domésticos. Los perros ladran en la lejanía y las ovejas, en su encierro, balan desesperadas. Gruñen los cerdos en la cochiquera y aulla el lobo en los oteros.
Remonto el pantano hasta que se hace río. Río calmo y zigzagueante donde vuela delicadamente una garza real y el martín pescador espera sobre una rama su zambullida. Una hembra de ánade real camina torpe hasta el agua seguida de tres pequeños patitos pardos, se menten en el agua y navegan con facilidad increíble, picando el agua y sacudiendo las cabecitas para secarse.
Estoy a muchos kilómetros de las altas cimas de la sierra, pero oigo la voz cercana de una figura allí, a lo lejos. Me llama por mi nombre sin gritar. Llevado por la curiosidad sobrevuelo la llanura cubierta de olivares y paso por encima de las calles del pueblo donde las golondrinas hacen acrobacias de un alero a otro de los tejados. Miro hacia arriba, a la sierra, y la figura viste de blanco y tiene un pelo largo alborotado por un viento fuerte. Remonto el vuelo en vertical, observando las cicatrices en el campo de las tres carreteras que confluyen en el pueblo, o que de él parten. Llego a los montes altos y la figura me parece un viejo de larga barba que se apoya en un cayado de vid, retorcido y nudoso. Por fin llego hasta la figura, que vestida de blanco es ahora un niño moreno de mirada sonriente. Me saluda y dice:
- Ya es la hora. Debes marcharte. Le escucho perfectamente, pero habla sin mover los labios, sólo sonríe amablemente.
- No te entiendo.- Le respondo. No he visto nunca a este muchacho y sin embargo le trato con familiaridad, como si fuéramos viejos amigos.
- Has estado en donde pediste por un tiempo, pero el tiempo se ha agotado.- Me explica una joven de bellísimo rostro y pelo blanco movido por un fuerte viento que no percibo.
- No te entiendo.- Repito desorientado.
- No te asustes y corre, corre que llegas tarde.
Corro, pero no puedo moverme, miro hacia atrás y el viejo del cayado me despide con un gesto de la mano. No deja de sonreír y sin abrir la boca dice un adiós lleno de amistad. Sigo intentando correr, pero no puedo avanzar, me esfuerzo al máximo cerrando los ojos. De pronto siento un tirón de las axilas hacia arriba y, a una velocidad monstruosa, me alejo de la superficie. Levanto la cabeza y me doy cuenta de que ya el cielo no es azul, sino negro y estrellado. La velocidad debe de ser incalculable porque el planeta se ha perdido ya de vista. Oigo un aletear como un trueno. Levanto más la cabeza y de las axilas me tira una niña desnuda que me sonríe. De la espalda le surgen dos gigantescas alas de plumas negras que sólo he oído una vez aletear. Surco el espacio llevado a tal velocidad que pronto la galaxia se aleja.
- ¿Dónde vamos?- pregunto a la niña. Sonriente y con voz de mujer tranquila me responde:
-Te llevo al principio de todo.
- ¿Para qué?
- Para volver a ser.
- ¿Cómo?.- La niña sonríe ante mi ingenuidad y casi con lástima me responde:
-¿Es que no recuerdas nada?
- No.
- Has de volver a empezar, porque tu vida en la Tierra ya acabó.
- Pero eso no puede ser. ¿Cómo ha sido?
- ¿Tiene alguna importancia eso?
- Déjame, quiero volver, por favor. Quiero quedarme allí.
- No puedo, he de llevarte.
Comienzo a patalear y a intentar soltarme. Lucho, muerdo y araño. La niña tiene una fuerza descomunal y me agarra de los hombros como si sus manos fueran un cepo de hierro. Su cara sin embargo se muestra tranquila, no denota esfuerzo ni enfado por mi rebeldía.
- ¿Estás seguro de lo que quieres?
- Sí, déjame ir.
- No pertenecerás a ningún sitio. Estarás entre dos mundos para siempre.
- No me importa. Déjame marchar, por favor.
- De acuerdo.
La niña suelta y entonces caigo. Y caigo, y caigo sin parar, en línea recta muerto de miedo. Rozo asteroides, orbito planetas de colores y me caliento al pasar junto a estrellas de rojo fulgor. Grito alocadamente. Me voy al fondo de algo que no sé lo que será, cada vez caigo más rápido, más y más rápido. Los planetas y los satélites, los cometas y las galaxias pasan a gran velocidad. El estómago se me encoge y mis labios no pueden mantenerse cerrados. La boca se me abre ante la fuerza del aire y no puedo abrir los ojos. Me estrello, me voy a estrellar en una caída sinfín. Zumba en mis oídos un silbido cada vez más agudo que no puedo resistir y me quiero tapar con las manos las orejas mientras grito de pavor. Y giro y giro sin ningún control...
Me incorporo, todo está oscuro. Miro hacia los lados y no veo nada. En las alturas el cielo estrellado me tranquiliza. Sólo es de noche. Oigo el rumor del agua cerca y voces humanas, risas y palmadas. Cantos y fiesta. Me acerco curioso y veo unas tiendas de campaña y jóvenes que beben mientras cantan y bailan. Hacen mucho ruido y veo que los animales huyen de allí asustados. Me acerco a hablar con ellos. Deben dejar de hacer ruido. Respetar el sitio en el que están. Les hablo y no me oyen, me pongo delante de ellos y no me ven. Grito y gesticulo, pero no ocurre nada. Soy claramente invisible ante ellos. Decido calmarme y susurro al oído de un joven:
-Vete ahora.
El joven abre los ojos desmesuradamente y grita que tienen que irse inmediatamente. Susurro al oído de una chica, casi una niña:
-Márchate ya.
La joven chilla y se levanta como un resorte. Remuevo las hojas del suelo. Soplo en el pelo de algún otro joven. Todo es un caos, gritan y corren sin recoger nada. Se marchan voceando algo sobre el espíritu del bosque y al fin todo queda tranquilo. Me voy a la orilla del riachuelo y me tumbo mirando las estrellas. El espíritu del bosque. Sonrío y cierro los ojos para disfrutar del arrullo del agua y del canto del mochuelo, de la lechuza y de los grillos.
El Espíritu del Bosque.
Las batallas
Sola
Lluvia en Madrid
Contra la melancolía
En la oscuridad
Desespero
Domingo
Abulia
Ortega
Objetividad o fascinación
En un pozo oscuro y profundo
Rebosar
Rechazo
Yo y las letras
Siendo niño aprendí muy tarde a leer. La maestra en primero de E.G.B. insistió e insistió. Mis padres: erre que erre. Y a mí eso de leer me parecía un rollo. Mejor era jugar o ver la tele. Me distraía con cualquier cosa y mis lecturas eran torpes, cansinas y entrecortadas. No le sacaba ningún jugo a esos cuentos o historietas de los libros de texto. Fue tal el esfuerzo para aprender a leer, que pasé prácticamente toda la infancia sin leer voluntariamente nada. No leía ni tebeos.
¿Qué pasó entonces?¿Cuándo y por qué me enamoré de los libros?
Lo cierto es que en casa de mis padres siempre ha habido libros. Mi padre es un gran lector, un triturador como digo yo. Lee de todo. Su madre siempre me regalaba libros, junto a algún dinerillo, en los cumpleaños, reyes u otros momentos señalados. Mi tío (hermano de mi padre) también es un gran lector y cuando se hizo mayor empezó a regalarme libros también, junto a discos de música. Aquellos libros regalados se pasaron años en las estanterías de mi habitación, sin hacerles yo ningún caso. Me parecían regalos absurdos. Intentaba leerlos, pero me cansaba pronto y los abandonaba. Carecía de la imaginación o la paciencia de imaginar los relatos de los libros.
Hubo una maestra en E.G.B. que nos hizo leer en sexto un libro sobre un niño primitivo y su familia. "Ur" creo que se llamaba el libro. Aquella historia sí me gustó. Con once años la entendí y me di cuenta de que en los libros podían contarme cosas interesantes. Pero no fue tan fuerte la corriente como para que me iluminara y me pusiera a leer. Aquello fue más tarde.
Me encontré en el instituto, con 14 años. Un centro nuevo, gente nueva y había que adaptarse. Había allí compañeros que habían leído mucho, que compartían comentarios sobre libros y yo estaba fuera de lugar. Recuerdo que tuvimos un profesor de lengua. No recuerdo su nombre, pero aquel profesor nos dijo que aunque su asignatura era lengua y no tendríamos literatura hasta el siguiente curso, en su clase se leían libros de forma voluntaria. A mi me pareció bien eso de "voluntario". Y leí todo lo que nos mandó. Y de pronto me enamoré para siempre. Aquello sí eras buenas lecturas: "El señor de las moscas", "El guardián entre el centeno" y otros títulos que no recuerdo. Libros que hacían reflexionar y vivir en primera persona las aventuras.
Aquel mismo verano me propuse leer. Os lo juro. Con esas ceremonias que se hacen en la adolescencia, me miré al espejo y dije: "Tú vas a leer todos los días". Mi estreno fue con "El Hobbit" de J.R.R. Tolkien y el último que está en mis manos es la tercera parte de "Aléxandros. El confín del mundo" de Valerio Massimo Manfredi. Entre medias casi veinte años de cientos de lecturas, de disfrute y sufrimiento junto a miles de personajes y autores.
Este artículo es mi agradecimiento a mis padres, maestros y profesores por su insistencia en que descubriera el maravilloso mundo de los libros.