jueves, 30 de diciembre de 2010

Al este de la capital. Capítulo 2.

Manuel despertó pesadamente entre un calor insoportable con la cara pegada a un asfalto casi derretido. Sintió unas manos tocándole por la espalda y cierta voz que le preguntaba por su nombre. A duras penas consiguió responder.

-¿Oye, cómo te llamas?¿Me oyes?¿Me oyes? Somos del 112. Te vamos a trasladar al hospital. No hagas nada, no te muevas. Estate tranquilo si no puedes hablar ahora, tienes buen pulso. ¿Me oyes? Estate tranquilo ¿vale?


Una cara femenina le hablaba a medio palmo. Parecía que no podía hablar aunque lo intentaba. Manuel se inquietó un tanto, pero dejó hacerse. Estaba terriblemente cansado.


Manuel oyó un rumor lejano, una cacofonía indescifrable. Abrió los ojos y vio una cara que creyó reconocer. Volvió a dormirse con un eco lejano que decía "hijo". La cara era de su madre, ahora la recordaba.


"...pero esto es alucinante".
"Sí que lo es. Pero es lo que me dicen los médicos. No le ha pasado nada, no se ha roto nada y, además, el bulto ha desaparecido".
"¿Pero cómo ha podido pasar?"
"Los médicos no saben dar una explicación, Bertín. Parece un milagro. Lo han mirado con todo: TAC, rayos, resonancia y no ven nada. Los análisis de sangre dan perfectos sin saber por qué".
"Esto es increíble..."


Manuel siente calor en la cara. Quiere abrir los ojos, lo intenta, pero la luz es intensa. Prefiere mantenerlos cerrados. Nota el resplandor al otro lado de los párpados. Tras unos segundos vuelve a intentar abrir los ojos y poco a poco, poniéndose la mano de pantalla, consigue abrir los ojos y ver la estancia donde se encuentra. 
Es una habitación de hospital con una ventana grande por donde entra un sol muy potente. No sabe si es de mañana o de tarde, pero el sol pega duro contra la cama. A Manuel le gustaría girar las láminas del estor metálico, pero se siente postrado, sin fuerzas para levantarse. 

Se oye una puerta a su izquierda que se abre con cuidado. Tras ella asoma la cara de su madre que, al verle despierto, no puede disimular un gesto de sorpresa que se transforma en emoción incontenible mientras corre a abrazar a su hijo hospitalizado. Ya en los besos y caricias, la madre llora abiertamente mientras en susurros pregunta, reprende y celebra el despertar de su único hijo. Dice palabras ininteligibles para el oído de Manuel, pero claras para su corazón. 
Aquella mujer le quiere sobre todas las cosas y la incertidumbre de esos días la estaba matando de pena. La impotencia de ver a su hijo inconsciente y la alegría de saberlo recuperado hacen que las lágrimas de Marta fluyan sin remedio sobre las mejillas y la frente de Manuel. Manuel llora por ver a la madre. 
Durante un minuto ellos dos están solos en el mundo y, aunque Manuel no comprende qué le ha pasado, Marta le está transmitiendo que algo importante ha ocurrido. Se lo transmite sin palabras, por contagio, como las lágrimas.

Tras serenarse un tanto, madre e hijo se miran por fin a los ojos. Marta le interroga: 
- ¿Cómo te encuantras?¿llevas mucho despierto?
- No mamá, acabo de abrir los ojos... ¿Cuánto llevo aquí?
- Hijo llevas una semana.
- ¿Y qué ha pasado?
- Te saliste de la carretera con el coche.¿No recuerdas nada?
- ...¿Me salí de la carretera?...
- Es un milagro que no te pasara nada. Debiste salir despedido o algo y no te estrellaste con el coche. Te encontraron sobre el asfalto.
-... No... no... recuerdo nada de eso.
- No te preocupes hijo. Los médicos me avisaron de que, si despertabas, y lo has hecho cariño, que quizás estuvieras un poco perdido. No te preocupes, puede que vayas recordando poco a poco... ¿Quieres algo? ¿Beber o comer?
Marta juguetea con la sábana con la mano izquierda, mientras con la derecha aprieta la mano del hijo querido.
- Mamá ¿qué pasa? Hay algo que no me cuentas.
Marta mira a su hijo y mordíendose el labio inferior, duda y busca las palabras en la pared del cabecero.
- Hijo. Es que no sé cómo decírtelo. Es una noticia fantástica, pero es algo aún más increíble.
- No me asustes.
- ¡¡¡No, no!!! No te asustes hijo. Mmmm, bueno.- Marta mueve los ojos de un lado a otro, buscando la forma de decirlo.- Es que el tumor ha desaparecido.
La cara de Manuel era inexpresiva. No podía ser. 
- Manuel. El tumor no está. No lo encuentran y todos los análisis lo confirman. ¡¡Te has curado!!.- dijo Marta con voz cantarina.
A Manuel la cabeza le daba vueltas. Un torrente de emociones y preguntas le inundaron el cerebro y los pulmones no tomaron aire durante demasiado tiempo. Como estaba muy débil, la pequeña apnea le provocó un desmayo repentino. Mientras caía inane en la cama del hospital, las láminas del estor metálico se cerraron bruscamente cortando el paso al sol de la tarde.

jueves, 25 de noviembre de 2010

Al este de la capital. Capítulo 1.

Saliendo de la casa Manuel sintió mucho calor. El mes de mayo había venido al Corredor con una canícula insoportable. Luego vendría junio y julio con un terrible y aplastante calor veraniego que haría huir a todo bicho viviente de aquel pueblo desconocido salvo por el nombre de una cárcel. El mes de agosto dejaría la villa derritiéndose abandonada.
Manuel vivía en Coslada, pero había ido a ver a su compañero Bertín a Meco. Toda la vega del Henares era una especie de arteria comunicada por las autovías, radiales y circunvalaciones de Madrid. Todo pasaba por allí y nada se quedaba. Pasaban cerca los aviones, los trenes superrápidos y los coches aún más rápidos. Había industria, transporte y polígonos, muchos polígonos. Desde Vicálvaro a Alcalá de Henares, pasando por Coslada, San Fernando, Mejorada, Velilla, Loeches y Torrejón, todo era pasar y pasar. Pero Manuel se había quedado. Decidió vivir en Coslada y trabajar en Velilla. Ya llevaba muchos años en la zona este de Madrid y no se había acostumbrado al paso de los aviones.
La decisión de vivir allí fue sencilla: podía pagar un piso pequeño que estaba cerca de su trabajo aún más pequeño. Era dependiente en una tienda de ropa deportiva. Un centro de los llamados factorys, que se llenaba a todas horas de gentes buscando un chollo y así poder lucir una marca de ropa deportiva "de calidad" pero rebajada en el precio.

A Manuel su trabajo no le gustaba demasiado. "Mucha gente es igual a muchos problemas", decía su compañero Bertín. Bertín vivía en Meco y estaba convaleciente de una operación de apéndice que le tenía en cama. Manuel echaba de menos a Bertín porque éste siempre estaba alegre y con su humor irónico le hacía reír. Por eso esa tarde Manuel salía de su casa tras una visita.

Eran las doce de la mañana y la calle aparecía desierta. Tenía el viejo Ibiza rojo aparcado a pleno sol, porque las sombras eran pocas y muy solicitadas. No es que hubiera muchos coches, había muchísimos en aquel pequeño pueblo y los vehículos aparecían amontonados, luchando, en su estatismo de animales aparcados, por la sombra. El Ibiza de Manuel sudaba, se derretía, brillaba de calor al sol del mediodía. Decidió entrar en aquel horno rojo de volante ardiente, arrancó el motor e inmediatamente el ventilador del aire acondicionado le ardió en la cara. Fueron segundos de ahogo.
Consiguió sacar el coche del sitio y dirigirse a Coslada por la carretera a Alcalá, para coger después la autovía. La radial no era opción, dos euros y pico por cinco minutos menos de viaje, no justificaban el gasto. La vieja nacional le gustaba más y era gratis.

Condujo escuchando música sin más preocupación que la de avanzar por la A-2, cuando repentinamente el cielo se llenó con una sombra inmensa y el calor del sol dejó de llegar a la superficie. Se había hecho noche cerrada y el interior del coche se quedó frío en menos de diez segundos. Manuel frenó en seco asustado. El Ibiza patinó sobre el asfalto yendo a parar contra la mediana de la autovía y acabó rebotado contra el lado derecho de la calzada con el morro hacia el sentido contrario.
A duras penas Manuel pudo abrir la puerta de su coche y, sin resuello, comprobar que estaba nevando y que la carretera estaba totalmente helada. No pasaba nadie por ninguna de las calzadas de la autovía. Aquello no tenía sentido. Nunca había conocido un cambio de tiempo tan espectacularmente rápido. Tiritando de frío, Manuel miró alrededor de sí y no vio a nadie, miró hacia arriba y vio la oscuridad más absoluta que se pueda imaginar. Toda luz era tragada por aquella oquedad en el cielo. Se oyó un pitido y violentamente un foco dorado atravesó el cuerpo de Manuel desde los ojos hasta los pies.

Manuel despertó pesadamente entre un calor insoportable con la cara pegada a un asfalto casi derretido.

sábado, 23 de octubre de 2010

jueves, 14 de octubre de 2010

A mi niña

Llora mi niña, llora
no tengas reparo en ello
que lo triste fue creer
que nunca pudieras hacerlo.

Llora cariño mío
no tengas cuidado en ello,
que todos felices estamos
de poder oír tu lamento.

Llora Martina, llora
que la vida no toda será sufrimiento,
que ya ha pasado lo peor
y ahora sólo queda contento.

lunes, 15 de febrero de 2010

Incompleto relato


No quedaba más remedio que salir a la calle. Ya era de noche y hubiera preferido estarse en casa y, con el pijama ya puesto, cenar y acostarse. Pero no, ciertamente, no. Había que salir de nuevo, aunque fuera de noche y estuviera nevando.
Se puso el abrigo, una bufanda, guantes y gorro, pues pensó que haría frío. También se calzó unas botas gruesas y cogió un palo de madera para no resbalar en el hielo.
Bajó en el ascensor y repasó lo que llevaba. No se le había olvidado nada, incluida la comida en una bolsa de plástico.
Lo primero que hizo al salir del portal fue mirar a la noche iluminada por farolas blanqueadas. No había viento y los copos grandes como galletas caían sin ruido sobre los coches engordados de albor.
Se puso en marcha y rápidamente tuvo calor. Nevaba mucho sí, pero no hacía frío. Se despojó del gorro y la bufanda. La nevada era intensa, pero el silencio era absoluto.
Continuó caminando sobre la nieve suave y el palo de punta metálica resbalaba sobre la acera de piedra ofreciendo más inseguridad que sujección. No se había formado hielo y bajar el palo le pareció un fallo de cálculo. No sabía mucho de nieve.
Giró la esquina a la izquierda y tomó una calle solitaria, sólo recorrida por prudentes coches y peatones acallados por el espectáculo de la nevada.
Al final de la calle se detuvo ante lo que se podía adivinar que era un parque público. Entonces, silbó. Esperó y no se movió. Volvió a silbar quedamente, agachándose un poco, por ese temor inconsciente al qué dirán. Finalmente, tras un arbustillo asomó una gata blanca con rayas del color de la canela. Maulló levemente respondiendo al sonido del nuevo silbido y se decidió a avanzar con prudencia, mirando a la bolsa fijamente, venteando el aire frío y orientando sus orejas locamente a un lado y a otro como si no se fiara.
Él volcó la comida en el blanco mantel de nieve que se resquebrajó con el peso y la gata se decidió a comer de aquellas sobras suculentas. Cuando se hubo satisfecho miró a la cara del hombre mientras este le susurraba palabras ininteligibles para la gata, pero que le resultaban familiares y la tranquilizaban.
Entonces la gata le preguntó: ¿cómo te encuentras?.
El hombre sonrió satisfecho: estoy bien, pero te echo de menos.
La gata contestó en tono meloso: no dejes de venir. A mi también me gusta verte. ¿Cómo está Paco?
El hombre se ensombreció un tanto: hace mucho que no le veo, pero estará bien.
Cariño, le dijo la gata mientras se lamía las patas, vuélvete a casa ya. Mañana no te olvides de venir. Y lentamente, la gata se volvió por donde había venido.
El hombre giró para regresar a su casa. Apretó un poco el paso pues empezaba a tener frío. Entonces vió, detrás de un contenedor de vidrio, un carrito de niño. Estaba nuevo, perfecto para el uso, y pensó que la gente tiraba las cosas nuevas como si tal cosa. Y decidió que lo llevaría a casa para los hijos de Paco.
Anduvo con dificultad, pues el palo le estorbaba y el carrito pesaba un poco más de lo que se había imaginado. No había ya nadie por las calles nevadas y, finalmente, llegó al portal de su casa. Entró y se observó en el gran espejo de la pared. Estaba cubierto de una ligera capa de nieve y pensó en los bollos cubiertos de azúcar.
Se sacudió y subió a casa.
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-¿Estás bien?
-Pues no, Clara, estoy nervioso.
-¿Quieres que te prepare algo que te calme, una tila o prefieres otra cosa?
-Sí, cariño. Una tila estará bien. No la calientes mucho, he de irme pronto.
Mientras Clara desaparece tras el marco de la puerta, el hombre se acerca al mueble bar y se sirve rápidamente un chupito de güisqui. Se lo echa a la garganta y llena ansioso una segunda dosis que se traga sin miramientos. Resopla contenido y oculta el vasito entre los demás vasitos secos. Con los ojos enrojecidos se sienta en el sillón de nuevo y se enciende un cigarrillo. Ladea la cara y mira a través de la ventana la incesante nevada. Verifica la hora en su muñeca izquierda: las diez menos diez, le indica su pequeño reloj digital.
- No ha parado de nevar desde ayer por la tarde, ¡qué barbaridad!- Clara aparece con una tacita humeante- Tómatela antes de que se enfríe.
-Gracias, cariño. No puedo entretenerme demasiado. Quiero llegar un poco antes y explicarle todo. Después va a ser más difícil.
-¿Estás seguro de que no quieres que te acompañe?
-Sí, desde luego, prefiero ir sólo. Pero te lo agradezco mucho. No va a ser fácil.
Se bebe la tila rápidamente y dando un largo abrazo a su mujer, sale de la casa. Clara cierra la puerta con la pena escrita en la cara.
Él pensaba haber ido en su coche, pero la nevada ha trastocado sus planes y se decidió anoche por el metro.

martes, 26 de enero de 2010

No me hables que te entiendo, no me mires que te siento.

Te conocí hace tanto, que no sé si alguna vez mi vida no contó con tu presencia. Te miro desde hace tanto, que no veo en ti nunca ni un solo cambio. No veo más que tu alma pura y buena. La luz de mi vida, la candelita delgada que me guía. Nunca te he dedicado nada que no fueran poesías enamoradas, de aquellos tiempos en los que aún no me querías. Poemas de amor que te empeñaste en guardar en un cajón y que algún día nos harán enrojecer por la mucha pasión que en ellos reflejé. Ya son diez años, vida mía, y hemos pasado por ellos como si nada, día a día. Es mucho tiempo, aún me siento joven, pero hemos creado un mundo lleno de sensaciones. Somos árboles de separadas raíces, troncos entrelazados y ramas confundidas. Crecimos primero el uno lejos del otro, luego nos enroscamos en un simultáneo desarrollo que hace poco más de un año ha creado un otro. Somos creadores, cariño; de una vida nueva en un hermoso niño.

Dónde estoy yo.

Este documento que me dispongo a publicar ha aparecido en una carpeta recóndita de mi computador. La verdad es que estuve haciendo un pequeño ejercicio de memoria, por ver si recordaba el momento en el que escribí esto con tan mala leche. Ya sabéis: sólo escribo si estoy arrebatado (de amor, de odio o de cualquiera otra emoción). Después de pensar un poco y no encontrar la respuesta, vi que lo escribí poco antes de nacer Marcos. Esto me hace aún más gracia, porque hoy por hoy los temores que desencadenaron este escrito están desterrados y no tienen ningún lugar en mi corazón. Mis hijos son lo mejor que me ha pasado, pero este texto quizás sirva para los que están a punto de que les cambie la vida con un hijo. Tranquilos, no pasa nada grave.

Dedicado a todos y todas los que, a veces, me leen.

¿Dónde estoy yo? ¿dónde aquel ser especial que creía ser? ¿dónde fue la ilusión? ¿dónde está el arrebato, la locura, lo auténtico, la frescura? Nunca fui nada de lo que me creí. La vida me llevó por derroteros que yo nunca transgredí. Veo que me hago mayor y nada a mi alrededor ha dejado de ser baladí. Nada tiene sentido. Nada es auténtico, vivido, todo diferido, observado, alejado de mí. ¿Dónde estoy yo? ¿dónde mi amor? ¿dónde mi significación, mi legado, mi camino, mi excusa para existir? No la encuentro, ni siquiera la perdí, porque nunca la poseí. Estoy perdido, perdido, perdido en mi vida, en mi rutina, en una segunda existencia de mentira. Este no soy yo, mi yo no existe ya más que para mí, en noches de frenesí, alcohol y destrucción. Nunca ya podré expresar lo que deseo de verdad que es enfermar de amor, de peligros y libertad. Me pudriré poco a poco, consumido en mi vida feliz, a la vista de todos en mi tumba de oro.

Que vuelve a la vida

Son las 7:45 y el andén está atestado. Los cuerpos encogidos por el frío se mantienen juntos sin remedio y se opera entre todos ellos una lucha sorda por mantener cierta distancia. La distancia de la intimidad, el espacio vital, que se reduce minuto a minuto con la afluencia sin descanso de más cuerpos al andén. Los carteles luminosos advierten de la avería en la línea y del retraso en la llegada de los trenes. Las caras somnolientas resoplan, miran los relojes, otras caras miran al vacío absortas en un infierno de música de auricular, algunas están hundidas a duras penas en la lectura de un libro o de un periódico gratuito. Un grupo de jovencitas repasan unos apuntes, moviendo nerviosamente los labios engordados por alambres dentales. Repentinamente y con gran volumen y estridencia golpea el andén un sonido de campanillas que sobrecoge al gentío y se oye una voz metálica: -¡¡¡Se advierte a los señores viajeros que por avería en la línea, el servicio no se presta con regularidad!!! ¡¡¡ Disculpen las molestias!!! Algunas caras muestran su desacuerdo íntimamente, otras gesticulan abiertamente y buscan el apoyo en las caras de los vecinos. Nadie mira a nadie mucho tiempo, y menos para mostrar apoyo. Nadie quiere entablar un diálogo, que finalmente sería incómodo. Incómodo, porque no habría forma de acabarlo allí pegados unos con otros. Mejor no empezar lo que se sabe que será un fracaso, palabras vanas y sin sentido que no van a ir a ningún lado. Nadie en aquel andén quiere conocer a nadie, sólo salir de allí cuanto antes. La atmósfera se está empezando a espesar y algunos cuerpos se despojan de algunas prendas: bufandas, fulares, guantes, gorros; o se desabrochan o abren cremalleras de abrigos, chaquetas, forros polares y chaquetones. Ciertamente allí ya no hace frío, pero Tasio aguanta con el abrigo largo de piel y forro de lana, aunque se ha abierto la bufanda a cuadros y se ha guardado los guantes en los bolsillos. -Anastasio, qué venganza- le decían los amigos, pero Anastasio se llamaba su padre y se llamó así también su abuelo y el padre de su abuelo y quizás todos los hombres de su familia siempre se llamaron Anastasio. - La tropa Anastasia- se burlaba su mujer. En su juventud empezó a presentarse con el diminutivo y todo el mundo, incluso él mismo, le conocía por Tasio. Tasio buscaba con la mirada. Lo hacía con disimulo. Primero a un lado y luego al otro intentando no cruzar la mirada con nadie. -¿Habrá llegado ya? Con tanta gente no sé si nos vamos a ver -. Pensaba. Poco a poco y en oleada un rumor se apodera del andén. Levemente se distingue el sonido del tren que va a salir del túnel. Ese sonido de catarata que aumenta cada vez más su caudal y que surge del túnel con chispazos y golpes metálicos. El tren viene repleto de cuerpos, acumulados en la zona de las puertas correderas de los vagones. Vuelve a recorrer entre el gentío un rumor de fastidio. Los que sudan, si consiguen entrar en el vagón, van a sudar más. Los que a duras penas tienen sitio para leer, deben olvidarse de ello en aquella lata. Pero Tasio sigue buscando por encima de las cabezas, mirando ya sin disimulo al rebaño que ahora se acerca más al borde del andén, estableciendo otra lucha muda por adivinar el lugar en el que se pararán las puertas del vagón y poder entrar en algún espacio minúsculo que quede dentro antes que los demás. El tren para por fin con un chirrido largo. Tras unas décimas de segundo de impaciente espera, por fin las puertas se abren con un golpe neumático. Es entonces cuando la lucha se hace patente. Los cuerpos del andén pujan por entrar en el vagón sin tener en cuenta que algunos cuerpos de dentro quieren salir. Se oyen las primeras voces, primero educadas, al poco, airadas: "Un poco más, para que entre mi hija". "Señora, déjeme pasar". "No empuje, que no cabemos más". "Necesito salir en esta estación, por favor, hay que dejar salir antes de entrar". "Puta línea, todos los meses lo mismo". "Me está pisando, joder, ¿es que no lo ve?". "Apártese por Dios". Tasio se deja llevar por la corriente de cuerpos absorto en sus pensamientos: Hoy no nos veremos. Qué pena. Finalmente el vagón admite a Tasio dentro y a otros muchos cuerpos que se rozan, se empujan y libran otra batalla más por el espacio. A Tasio le da igual, se debate: -Ayer salí de aquí con ganas de hablarle. No puedo negarlo, debo acabar con esto. Qué locura.Mientras piensa esto, sostiene dentro del bolsillo un sobre que contiene una carta. Una carta desesperada, suicida, llena de ruegos y lamentos. Una carta enamorada, loca, obsesa de amor. -Qué locura, qué locura ¿cómo pude escribir estas cosas? Debo estar loco. Sí, pero loco de amor. No me lo puedo quitar de la cabeza, me levanto y me acuesto con esto dentro. Tengo que hablarle, tengo que darle esta carta. Qué locura, si no eres nadie. La tirará, la romperá y quizás me insulte. No podría soportar que me odiara. No, debes aguantar, no digas nada. Pero no puedo más. Esto es lo más auténtico que he sentido nunca. Me hace sentir vivo. Qué locura, qué locura.. En la tarde de ayer, Tasio se encerró en su habitación. Le extrañó a toda la familia semejante actitud en un hombre de costumbres tan rutinarias como era él. Era raro encontrárselo en otro sitio dentro de casa que no fuera delante de la televisión. Tasio temblaba al ponerse delante del papel. Rompió muchas hojas. Unas por ñoñas, otras por frías, otras por agobiantes, otras por distantes o desesperadas; pero poco a poco fue dando cuerpo a una carta que decía lo que necesitaba decir. Recordó la sensación que le recorría al verlo sentado, leyendo o de pie, sujeto elegantemente de las barras del vagón. Recordó su presencia, su cuerpo insinuado bajo la ropa y su olor. El olor a fruta y a hierba, a ducha y calor de una piel limpia. Su pelo bien cortado, que brillaba. Recordó sus manos fuertes, morenas y perfectas. Intentó plasmar en el papel, que su presencia era una aparición de bondad, de alegría, de sensualidad en un agujero inmenso, en una ratonera como era aquella bajo la ciudad. Le pidió perdón por si se sentía molesto. Pero sólo le pedía tomar un café y saber su nombre. Quiero poder saber cómo te llamas.En la carta Tasio no plasmó todo lo que sentía. Dejó a un lado las noches en vela, los despertares sudando, los sueños lúbricos y descarados, sus deseos de carne y besos cuando se hacía la noche. No escribió sobre sus lágrimas al descubrir que no podía reprimir aquel sentimiento. Su rabia ante lo que interpretaba como indiferencia. La ilusión cuando se cruzaban sus miradas. La vergüenza que le causaba que su familia le notara diferente, ahora, con 54 años. No le habló de su sentimiento de culpa, por haberse engañado a sí mismo, a su mujer y a sus hijos durante tanto tiempo. No le habló del desgarro de tener dos vidas en una, durante más de tres años. Pero Tasio hoy estaba decidido. Antes de salir de casa y camino del suburbano ensayó lo que haría y lo que diría. Se planteó alternativas, repitió una y otra vez el discurso, lo cambió, lo varió, le dió diferentes tonos y énfasis a las frases, una y otra vez, y otra y otra, para hacerle entrega de la carta. Pero dentro del vagón que asemeja más una lata de conservas sobre raíles, que un medio de transporte, Tasio se da cuenta de que no está. Esta mañana no le ve, no huele su olor a fruta y hierba, no, porque no está. La estación donde ha de parar se acerca. Está recorriendo el último túnel antes de abandonar el vagón y Tasio suda copiosamente. -No está, no está- Finalmente llega el convoy a su estación, se abren las puertas y sale escupido de allí dentro por la fuerza de la marea humana sin haberle visto, sin tener oportudad de dar el paso definitivo. Tasio esperará volver a verle durante días con la carta en el bolsillo. Pero pasan los días y después las semanas y él no aparece. Tasio llora de impotencia cuando está solo. Llora su desgracia y llora por sí mismo. -Haberle visto todos los días durante tanto tiempo y no saber ahora nada, ni su nombre.- Arde por dentro y guarda la esperanza de encontrárselo. Hasta que una mañana de domingo, en el cuarto de baño de su casa, quema la ajada carta que escribió con tanto esfuerzo meses atrás. Al olor del papel quemado su mujer se alarma e intentando abrir la puerta le pregunta: -Tasio, ¿estás bien? huele a quemado. Tasio abre la puerta y con expresión seria y desvariada contesta a su mujer: -Estoy muerto otra vez, aunque creí haber resucitado.

¡Sorpresa!

El hombre recogió de la mesa un papel y leyó: "Susúrrame al oído mi nombre. Dime al oído que me quieres. Dímelo ahora que te abrazo, ahora que no lo escuchará nadie. Hazlo y deja que no se oiga nada más del mundo. Déjame que crea que nada existe salvo nosotros dos. Abrázame fuerte, fuerte que me caigo. No me dejes desfallecer, no quiero rendirme sin luchar. Pero estoy tan solo. Por favor, acompáñame, sé mi estandarte, mi cayado, como lo has sido siempre desde que te conocí. No me dejes, no. No podría soportarlo..." Allí concluía el texto que parecía inacabado. El hombre levantó la vista del papel e indicó a los policías que descolgaran el cadáver. Miró a su ayudante: -¿Se sabe quién es? -Un poeta delirante. -¿Delirante, por qué? -Porque yo era su amante y ayer mismo le dejé.

Orgulloso cumplidor

Me prometí a mí mismo no llamarte. Me prometí a mí mismo esquivarte. Que no supieras de mí nada. Que no supieras que por ti me desangro, enloquezco y me medico. Que cada minuto es un cuchillo que se me clava por tu ausencia. Que cada día ya no vale nada y se copia del anterior. Lo he conseguido, no te he llamado, de mí no sabes nada. Me falta ya la respiración, me ahogo sin remisión. He cumplido mi palabra al precio de mi alma, que la tienes toda tú y no devuelves las llamadas.

Un sueño

Este relato surgió en el mismo instante en que el enterrador empujó el ataúd dentro del nicho.
Dedicado a Felicidad Blázquez Velasco.

  Floto, floto sin más a pocos centímetros de la hierba. Detrás de mí el sol calienta, agradable, mi espalda e ilumina un paisaje de montañas boscosas. Frente a mi, hacia arriba, los montes arbolados acaban en un muro de picos de roca madre. Abajo, un acantilado brusco, recubierto de arbustos y helechos, en cuyo fondo corre una gargarta alocada y ruidosa de aguas esmeralda. Detrás, una llanura inmensa de huertas rectangulares en cuyos confines brumosos se arquea el horizonte. Huele a jara, a tomillo, a lavanda, a orégano y a pino. Los imponentes castaños están adornados con sus pendientes de erizo verde claro. En los enebros, las bayas enrojecen maduras ya. Las últimas moras aguantan en los tallos hirientes de las zarzamoras. Los centenarios robles se extienden por todos lados y, aquí y allá, se agrupan en columnatas protegiendo a los jóvenes robles que crecen a sus pies.
  Se oye un tableteo. Me acerco volando al origen del sonido. Veo un picapinos, le veo tan cerca que distingo su nuca roja. Me mira y, si perder un segundo más, sigue su afanosa labor. De pronto, detrás de mi, una sombra pasa rápida, seguida de otras dos. Vuelo tras ellas, son rabilargos, diez, quizás quince. Van de aquí para allá, no se están quietos, todos juntos y cada uno por su lado, forman un caos que me resulta difícil de seguir. Persiguiéndolos, llego al desplome que acaba en la garganta. Me dejo caer suavemente y una brisa tibia sopla en mi cara. Pequeños pajarillos zigzaguean a mi alrededor. No, no son los rabilargos, son aviones roqueros que me acompañan en mi descenso piando alegres sin cesar. Llego a la garganta suavemente y desciendo tumbado por encima de la superficie con las manos sumergidas en el agua fresca. El sonido del agua contra las piedras es atronador, pero adivino cierto compás oculto en el estruendo superficial. Un andarríos me mira desde una piedra musgosa y una pareja de lavanderas agitan su cola mietras beben.
  Vuelo ahora hacia arriba a gran velocidad, alto, alto, muy alto, por encima de los montes verdes y llego a la altura de los grandes picos rocosos. Durante un momento sólo escucho el silbar del viento en mis oídos. Observo el panorama. A los pies de los montes existe un pueblo de tejados rojizos. Veo tres o cuatro cigüeñas planeando por encima de las casas con sus largas alas blanquinegras. La garganta es ahora un hilito de plata que atraviesa el pueblo y se pierde en la llanura, llendo a parar a un pantano de aguas oscuras. Me giro hacia los picos. A través de un collado aparece un grupito de cabras. Son machos monteses jóvenes, capitaneados por un fabuloso macho de majestuosa cornamenta.
  Surco el cielo veloz hacia el pantano y en mi volar atravieso huertas donde verdean surcos de pimentales. Pequeños sequeros de tabaco albergan palomares y a la sombra de parras veo las bocas negras de los pozos. Entre los robledales revolotean grupos de carboneros y trepadores. Una pareja de oropéndolas se cruza con una de abubillas, aquellas con su vuelo recto y veloz, las otras con su vuelo inseguro y a tirones. Atravieso un enorme grupo de abejarucos enloquecidos que se asemejan a balas brillantes de mil colores. Se están dando un festín cerca de una colmena de abejas. Canta el cuco y por encima del pantano vuela un águila. Es un lagunero o un ratonero que ha asustado a las aves acuáticas que salen volando despavoridas. Grupos de gaviotas me pasan rozando y cormoranes negros se alejan hacia los encinares y alcornocales de la dehesa. De allí surge un zorro que bebe de las mansas aguas del pantano y más allá una cierva me mira indiferente. Llegan a mí los olores del lodo, donde canta la rana, y también los aromas de la higuera, el naranjo y el albaricoque. Se mezclan los recios olores con los suaves y el espacio está repleto de rumores y sonidos salvajes y domésticos. Los perros ladran en la lejanía y las ovejas, en su encierro, balan desesperadas. Gruñen los cerdos en la cochiquera y aulla el lobo en los oteros.
  Remonto el pantano hasta que se hace río. Río calmo y zigzagueante donde vuela delicadamente una garza real y el martín pescador espera sobre una rama su zambullida. Una hembra de ánade real camina torpe hasta el agua seguida de tres pequeños patitos pardos, se menten en el agua y navegan con facilidad increíble, picando el agua y sacudiendo las cabecitas para secarse.
  Estoy a muchos kilómetros de las altas cimas de la sierra, pero oigo la voz cercana de una figura allí, a lo lejos. Me llama por mi nombre sin gritar. Llevado por la curiosidad sobrevuelo la llanura cubierta de olivares y paso por encima de las calles del pueblo donde las golondrinas hacen acrobacias de un alero a otro de los tejados. Miro hacia arriba, a la sierra, y la figura viste de blanco y tiene un pelo largo alborotado por un viento fuerte. Remonto el vuelo en vertical, observando las cicatrices en el campo de las tres carreteras que confluyen en el pueblo, o que de él parten. Llego a los montes altos y la figura me parece un viejo de larga barba que se apoya en un cayado de vid, retorcido y nudoso. Por fin llego hasta la figura, que vestida de blanco es ahora un niño moreno de mirada sonriente. Me saluda y dice:
 - Ya es la hora. Debes marcharte. Le escucho perfectamente, pero habla sin mover los labios, sólo sonríe amablemente.
 - No te entiendo.- Le respondo. No he visto nunca a este muchacho y sin embargo le trato con familiaridad, como si fuéramos viejos amigos.
 - Has estado en donde pediste por un tiempo, pero el tiempo se ha agotado.- Me explica una joven de bellísimo rostro y pelo blanco movido por un fuerte viento que no percibo.
 - No te entiendo.- Repito desorientado.
 - No te asustes y corre, corre que llegas tarde.
  Corro, pero no puedo moverme, miro hacia atrás y el viejo del cayado me despide con un gesto de la mano. No deja de sonreír y sin abrir la boca dice un adiós lleno de amistad. Sigo intentando correr, pero no puedo avanzar, me esfuerzo al máximo cerrando los ojos. De pronto siento un tirón de las axilas hacia arriba y, a una velocidad monstruosa, me alejo de la superficie. Levanto la cabeza y me doy cuenta de que ya el cielo no es azul, sino negro y estrellado. La velocidad debe de ser incalculable porque el planeta se ha perdido ya de vista. Oigo un aletear como un trueno. Levanto más la cabeza y de las axilas me tira una niña desnuda que me sonríe. De la espalda le surgen dos gigantescas alas de plumas negras que sólo he oído una vez aletear. Surco el espacio llevado a tal velocidad que pronto la galaxia se aleja.
 - ¿Dónde vamos?- pregunto a la niña. Sonriente y con voz de mujer tranquila me responde:
 -Te llevo al principio de todo.
 - ¿Para qué?
 - Para volver a ser.
 - ¿Cómo?.- La niña sonríe ante mi ingenuidad y casi con lástima me responde:
 -¿Es que no recuerdas nada?
 - No.
 - Has de volver a empezar, porque tu vida en la Tierra ya acabó.
 - Pero eso no puede ser. ¿Cómo ha sido?
 - ¿Tiene alguna importancia eso?
 - Déjame, quiero volver, por favor. Quiero quedarme allí.
 - No puedo, he de llevarte.
  Comienzo a patalear y a intentar soltarme. Lucho, muerdo y araño. La niña tiene una fuerza descomunal y me agarra de los hombros como si sus manos fueran un cepo de hierro. Su cara sin embargo se muestra tranquila, no denota esfuerzo ni enfado por mi rebeldía.
 - ¿Estás seguro de lo que quieres?
 - Sí, déjame ir.
 - No pertenecerás a ningún sitio. Estarás entre dos mundos para siempre.
 - No me importa. Déjame marchar, por favor.
 - De acuerdo.
  La niña suelta y entonces caigo. Y caigo, y caigo sin parar, en línea recta muerto de miedo. Rozo asteroides, orbito planetas de colores y me caliento al pasar junto a estrellas de rojo fulgor. Grito alocadamente. Me voy al fondo de algo que no sé lo que será, cada vez caigo más rápido, más y más rápido. Los planetas y los satélites, los cometas y las galaxias pasan a gran velocidad. El estómago se me encoge y mis labios no pueden mantenerse cerrados. La boca se me abre ante la fuerza del aire y no puedo abrir los ojos. Me estrello, me voy a estrellar en una caída sinfín. Zumba en mis oídos un silbido cada vez más agudo que no puedo resistir y me quiero tapar con las manos las orejas mientras grito de pavor. Y giro y giro sin ningún control...

  Me incorporo, todo está oscuro. Miro hacia los lados y no veo nada. En las alturas el cielo estrellado me tranquiliza. Sólo es de noche. Oigo el rumor del agua cerca y voces humanas, risas y palmadas. Cantos y fiesta. Me acerco curioso y veo unas tiendas de campaña y jóvenes que beben mientras cantan y bailan. Hacen mucho ruido y veo que los animales huyen de allí asustados. Me acerco a hablar con ellos. Deben dejar de hacer ruido. Respetar el sitio en el que están. Les hablo y no me oyen, me pongo delante de ellos y no me ven. Grito y gesticulo, pero no ocurre nada. Soy claramente invisible ante ellos. Decido calmarme y susurro al oído de un joven:
 -Vete ahora.
  El joven abre los ojos desmesuradamente y grita que tienen que irse inmediatamente. Susurro al oído de una chica, casi una niña:
 -Márchate ya.
  La joven chilla y se levanta como un resorte. Remuevo las hojas del suelo. Soplo en el pelo de algún otro joven. Todo es un caos, gritan y corren sin recoger nada. Se marchan voceando algo sobre el espíritu del bosque y al fin todo queda tranquilo. Me voy a la orilla del riachuelo y me tumbo mirando las estrellas. El espíritu del bosque. Sonrío y cierro los ojos para disfrutar del arrullo del agua y del canto del mochuelo, de la lechuza y de los grillos.

El Espíritu del Bosque.

Las batallas

-Dime, y contéstame con sinceridad, papá ¿a tí te gustan las batallas? -Depende. -¿De qué? -Pues depende del tipo de batalla, hijo. -¿Hay distintos tipos?. -Sí, claro. Las hay de muchas clases. Pero, generalmente hay batallas que sabes que vas a ganar y batallas que sabes que vas a perder. Las batallas que vas a ganar son muy enaltecedoras, suben la moral, hermanan mucho, se siente uno un dios en la tierra. Pero, las más difíciles son las batallas en las que sabes que hagas lo que hagas, perderás. -Pero, eso no tiene sentido. ¿Cómo vas a una batalla en la que sabes que vas a perder? Si yo supiera que voy a perder no lucharía. -Ya hijo, pero a veces, el resultado de la batalla no importa, lo que reconforta es la batalla en sí, los compañeros, los sentimientos que se viven. Se sufre mucho, porque sabes que muchos no volverán, pero hay que estar ahí, en la batalla. No queda otro remedio. -No lo entiendo, papá. -Ni yo tampoco, pero sucede así. Te darás cuenta, hijo, con el paso de los años de que no siempre se puede elegir no luchar. En nuestra vida mortal estamos sometidos a designios ocultos a nuestros ojos y ante los que no podemos rebelarnos. Por eso te aconsejo que afrontes las batallas siempre que te lo pida tu corazón, alegre si vas a ganar o sufriendo si vas a perder, pero mientras luches, sentirás que estás vivo. -Entonces, papá ¿te gustan las batallas? -La verdad, hijo, es que no lo sé.

Sola

La joven no lo tenía muy claro, pero con dudas y todo, entró. Al traspasar la valla, sintió cierto frío. Frío dentro, en el cuerpo. Todo estaba allí, los edificios y los espacios, todos conocidos, mas inanimados. Como títere sin titiritero se había quedado todo. Pura inmovilidad, cáscara, fachada, máscara hueca. También había gentes allí. Gentes que andaban, hablaban y sonreían en una nebulosa que amortiguaba los sonidos y hacía ver las escenas en la lejanía de un túnel. Aquello ya nunca sería lo que fue. Ahora era un desierto de soledades. Almas solas, entre almas solas. Inmóviles, cáscaras, fachadas, máscaras huecas. Dónde encontrar las conexiones, dónde las pasiones en aquel lugar. El alma de la joven se quejaba a la deriva. Sola, entre almas solas. Dónde hallar un alma amiga, una gemela de valor equivalente, frecuencias parejas e inquietudes acompasadas. En aquel lugar ya no. La gemela existió allí, pero se fue. Dejando a la joven sola con su sola alma a la deriva.

Lluvia en Madrid

El aire fresco y húmedo tras la lluvia hace que la ciudad se transforme en el campo que fue. Bajo un cielo azul, perlado de blanquísimas nubes como leche recién echada en un vaso de café, me creo en medio de un paisaje menos violado, más propio de sí. Me creo en medio de bosques de verdor insondable, cubiertos de musgo y líquenes colgantes. Creo oir la corriente leve de una garganta o de un arroyo recién surgido con el sonido encerrado del agua en los canalones. El canto del mirlo, el piar del gorrión me trasladan a laderas inundadas de gorgeos, cantos y chasquidos de millares de pájaros revoloteadores: el ruiseñor, la lavandera, el mito, el cuco, el picapinos. La acera húmeda me recuerda a los caminos, las trochas y veredas embarradas de un campo esplendoroso, mojado y triunfante, un paisaje en su mayoría no invadido. Un mundo libre donde los seres se rigen por antiguas leyes de supervivencia, donde la más leve vida tiene una insustituible importancia para otra existencia y cada centímetro del suelo alberga decenas de vidas. A un mundo así, en el que se respira el equilibrio universal, donde las impuras manos de los hombres egoístas no han llegado aún, me transporta una tarde lluviosa de mayo en Madrid.

Contra la melancolía

Y se me escurre entre mis dedos como la fina arena de un reloj. Como agua de una fuente se me escapa, aunque lucho por retenerla. Abro mis brazos intentando tapar el viento y todo esfuerzo es infructuoso. Como la arena, el agua o el viento, la vida, las personas o los hechos huyen al pasado. Nada perdura, todo muta. Ni las montañas más altas, ni los mares más vastos permanecen estáticos. ¿Dónde hallar la verdad? Seguramente en el cambio perpetuo. Lo que luchamos por buscar, la Verdad Inmutable, es una búsqueda inútil y contra natura. Al querer aferrar las cosas para que no cambien, nos sucede como al que pretende retener el tiempo en fotografías. Recuerdos que dañan al cabo del tiempo. Todo en vano. Lo que retiene la fotografía no es más que hueco, sustancia insustancial. Vivir en lo presente, aprovechar cada minuto, eso es lo que merece la pena. Hay que ser protagonista de tu vida, actor principal en tu ahora, no te dejes arrastrar por la vida pasada que no es real, lucha contra ello y apura el momento, que cuando ya lo estás pensando se te ha ido el hoy y ya es ayer. Vive, haz, no te aletargues. Dile que le quieres, dile que la amas: a tu madre, a tu padre, a tus amigos, pero no prometas, no te arrepientas, ni por el pasado te hipoteques, que nada volverá a ser como fue, que ya sabes que todo aquello es falso porque no puedes cambiarlo. Vive.

En la oscuridad

Abro la puerta lentamente. Al otro lado del quicio todo es oscuridad. La leve luz a mi espalda proyecta sobre el fondo de la habitación una difusa sombra. Doy dos pasos dentro de la habitación y me vuelvo para cerrar la puerta poniendo mucho cuidado en que el pestillo no haga ruido. Camino despacio intentando que mi presencia no se note. Palpo las paredes del breve pasillo y ya oigo sonidos. Son leves quejidos y movimientos bruscos en el aire, ligeros golpes y chasquidos. Los sonidos son mi guía en la total oscuridad. Me aproximo poco a poco a la fuente del sonido, teniendo cuidado de rodear la cama para no tropezar o hacer un ruido de más. Paso a paso voy colocándome en posición. Palpo con los dedos alrededor de la cabeza y encuentro lo que busco. Con la mano izquierda busco la entrada. Noto unos labios húmedos que se giran con avidez a mi contacto y una lengua suave que me lame a intervalos cortos. Calculando en la oscuridad meto el chupete en la boca. Escucho un suspiro profundo de alivio. Compruebo que la respiración se calma. Cesan los golpes y los ruidos. Dejo la habitación despacito, enjugándome la saliva de los dedos en la palma de la otra mano, deshaciendo el camino con igual cautela. Mi hijo ya se ha vuelto a dormir.

Desespero

En ocasiones desearías ser un alma seca. El alma seca no siente, no sufre y no desea. Si yo tuviera un alma seca, los vaivenes de mi mente no estarías retorciéndome a cada instante, acechando tras cada esquina, esperando a que baje la guardia para alimentarse, devorar mi carne fresca y dejarme seco, como mi alma seca. Seco e inmutable no me vería dudoso, nada de amor ni de pasión. En un mundo seco de pasión, todo racional, controlado y robótico sería feliz. Muerto en vida, sería feliz. Y sin embargo, cada paso en este mundo es un dolor, una duda, una elección. Bautismos sin fin hacia no se sabe qué. Buscando qué. Huyendo de qué. Perdidos, estamos perdidos. Sin una vida real, pegada al terruño, existimos con temor en una vida vaporosa, en un espacio de niebla donde braceamos sin encontrar apoyo, sólo patrañas, ideas falsas, las vidas de otros. Nuestra vida quedó lejos, sin estrenar, extraviada para siempre. ¿Dónde está el niño que fui? ¿Por qué ya no puedo reir como él? ¿Quién me quitó aquel sentir de plenitud? ¿Vivía engañado e ignorante entonces, o es ahora cuando el engaño me domina? ¿Por qué no tengo amigos? ¿Dónde la sencillez, dónde la verdad? Perdidos, perdidos y solos estamos. Nada nos espera al otro lado. Moriremos y nada ocurrirá. Sólo la pudredumbre de un cuerpo más, que quizás florezca en mala hierba.

Domingo

Habiendo caminado por más de una hora, encontré un pequeño parque donde sentarme a descansar. Era un parque chiquito, con árboles de buena altura y mejor sombra. Me acomodé en un banco de madera y al apoyar la espalda resoplé agradecido. Para ser abril hacía demasiado calor, pero en aquella zona sombría, la atmósfera era muy agradable. Era domingo al mediodía y prácticamente estaba solo en aquella calle. Un viejo, en otro banco a mi izquierda, leía un periódico y de vez en cuando pasaba lento algún coche, al otro lado del parquecito. Por lo demás, no se oía nada más que el cantar de los mirlos y el piar de los gorriones. El sol bajaba hacia su ocaso y los árboles me protegían de él. Pequeños jirones de luz se colaban por entre las hojas haciéndome guiñar los ojos. Estiré las piernas y los brazos: ¡qué bien se estaba!. De pronto, un gran alboroto. A mis pies cayó una masa parda de gorriones piando desaforadamente. Eran cuatro machos atosigando a una hembra. Los machos peleaban entre ellos y a su vez intentaban montar a la hembra. Ella se defendía y repartía picotazos para todos, se revolcaba, arañaba y acometía con pundonor el ataque desigual. Finalmente, en un descuido de los machos reñidores, emprendió el vuelo a la velocidad del rayo y los cuatro pretendientes volaron tras ella como centellas, atacándose entre sí, sin perder distancia con la hembra. Los perdí de vista tras una nueva caída al suelo al otro lado de la calle. Súbitamente se levantó algo de aire. El recién recompuesto silencio se transformó en un millar de frufrúes provocados por las semillas secas de los árboles, que como pequeños abanicos, cortaban el viento. Sopló algo más fuerte el viento encajonado entre los bloques de pisos. Millares de frutos se descolgaron en una nevada peculiar, brillando a contraluz, revoloteando a merced de Eolo caprichoso. Al llegar al suelo continuaban su carrera a golpe de viento, transformando el adoquinado en una cinta transportadora sin fin. Y de pronto, todo cesó. El silencio volvió. El viejo no se había movido, aparentemente impertérrito. Volvió la atmósfera de domingo, relajada y melancólica. No pude por menos que sonreir ante el milagro. El milagro de que yo estuviera allí en el preciso momento en el que todas aquellas cosas sucedieron. Fue un instante, un suspiro, un episodio insignificantemente corto, pero fue pura y simple poesía.

Abulia

Enciendo un cigarrillo. El humo pasa por mi boca y quema en mi garganta. Pero no importa, aspiro un poco más y lleno mis pulmones de veneno bien a conciencia. Con las persiana medio bajada veo entre penumbras la botella de bourbon y el vasito lleno de huellas y un resto de líquido dorado. Exhalo el humo directo a la botella y me entretengo en ver el efecto sobre la luz oblicua que proyecta la persiana. Me pongo otro vaso y lo apuro hasta el fondo. El bourbon compensa la aspereza del tabaco. Deja un picor en la punta de la lengua y un regusto a madera. No consigo eliminar el resto de líquido del fondo del vasito, saco la lengua y lamo. Veo ya entre tinieblas el fondo del salón, he debido de fumar mucho, la atmósfera supongo que está cargada, pero no noto nada. Estoy solo. Nadie va a venir, no habrá interrupciones. Creo que llevo tres días así. Ya acabé con los aperitivos y el pan de molde. Me queda algo de queso de untar y pan tostado. No pienso cocinar. Comeré cualquier cosa, cuando tenga hambre. Creo que aún estoy demasiado despejado. No dejo de pensar. Me trago otro vasito y ahora lo lamo a conciencia, girando el vasito por completo sobre mi lengua. Qué rico. Debería ir a mear, pero voy a aguantar un poco más. Cojo otra vez el taco de preguntas del trivial: Geografía- ¿qué localidad española fundaron los fenicios con el nombre de Ébusus el año 654 antes de Cristo?. Joder con la preguntita. Con el pedo que llevo como para pensar. Giro la tarjeta: Ibiza. Dejo el taco de preguntas. Otra calada, exhalo y me sirvo otro vasito de bourbon que apuro inmediatamente. Quizás si hubiera tenido ganas, hubiera podido acertar la pregunta. Pero para qué. La respuesta viene detrás y estoy solo. No me hago trampas a mí mismo. Es cierto que cuando se juega en serio, unos contra otros, con el tablero y la competición, estas cosas no se pueden hacer, pero en este caso da lo mismo. Tengo el pensamiento un poco turbio y los ojos secos. Debería ir a mear, pero me sirvo otro vasito. Esta vez aspiro el humo, bebo el bourbon y exhalo el humo. La cabeza me da vueltas. Estoy en una espiral descendente, la cabeza se separa de mi cuerpo de algodón. El agujero negro me absorve y desciendo, desciendo. No veo nada. Me toco los ojos para comprobar que los tengo abiertos. Sí, lo están pero no veo nada. Debe ser de noche. Siento frío en la entrepierna. Me toco y estoy todo mojado. Me he meado encima. Ahora pienso que debería haber ido a mear antes. Me levanto y palpo para no tropezar y poder encender la luz. Al fin encuentro la clavija y la acciono. El salón está revuelto y sucio. Restos de comida seca en platos y bandejas sobre la mesa y el suelo. Dos botellas vacías de vino, tres litronas secas y una docena de botes de cerveza repartidos por todas partes. El sillón tiene un cerco amarillento y un agujero donde cayó el cigarrillo. Suena el teléfono. Me parece un sonido irreal. Debo estar muy borracho como para hablar con nadie. Lo dejo que suene. Me acerco a la mesa y cojo el paquete de tabaco. Me enciendo otro cigarrillo, voy a abrir la ventana. Abro dos dedos y el calor de fuera se cuela desesperado, como queriendo huir. Cierro otra vez. Son las once y media y no parece que vaya a refrescar. Qué calor. Suena el teléfono. Lo dejo sonar, ya se cansarán.

Ortega

Hace días que no escribo nada en mi, en otro momento, entusiasta blog. Es esta una de las razones por las que, aún gustándome las letras, nunca seré escritor, puesto que me encuentro perezoso para dedicarme a escribirlas. Pero no iba yo a esto, sino a que me gustaría pedir alguna ayuda entre los "blogeros" que puedan leer esto. Si habéis seguido mis escritos, soy una persona normal a la que le gusta leer. Evidentemente, mis lecturas principales han sido novelas, teatro, etc. De todo tipo eso sí. No me ha dado miedo la literatura del siglo de oro español, o novelas modernas, clásicos extranjeros, clásicos grecorromanos, etc. Pero había una laguna que empieza a llamarme poderosamente la atención ahora. Estoy hablando de los ensayos filosóficos. Leí hace poco la "Rebelión de las masas" de Ortega y Gasset y lo cierto es que me gustó mucho. Tanto que ahora me estoy leyendo otro librito del mismo autor, de título "El espectador" que es un compendio de artículos escritos por el autor a lo largo de más de veinte años. Me sigue gustando y lo que más me sorprende es su claridad. Le entiendo perfectamente. Y es en este punto donde pido ayuda. ¿Es normal que lo entienda? quiero decir, ¿los escritos filosóficos son siempre tan clarificadores?. Lo pregunto, porque ahora que me acuerdo, intenté leer a Nietzsche y, salvo algunos pasajes, en realidad no me enteré de nada. ¿Existen más filósofos comprensibles para mí a parte de Ortega? ¿a quién más puedo leer? Es aquí donde pido ayuda a mis posibles amigos. Gracias

Objetividad o fascinación

Ayer mismo acabé de leer la biografía escrita por Valerio Massimo Manfredi, en tres libros, sobre Alejandro Magno. Lo he pasado muy bien leyéndola. Sobre todo, es una novela y por eso ha sido una lectura trepidante, emotiva y muy real. Tan real que siento aún la presencia en mi cabeza de los personajes y las peripecias tan extraordinarias que protagonizan. Pero sin desdeñar el disfrute que he obtenido; ¿cuánto de lo que el autor me ha mostrado es auténtico y cuánto fruto de su imaginación? Está claro que habrá grandes licencias y que en favor de la novela los acontecimientos se han manejado un poco al albur de la tensión narrativa. Pero también, ¿no sufrirá el autor cierta fascinación ante un personaje como este? Creo que es inevitable. Todo aquello que provoca Alejandro, sean actos morales o inmorales, encuentran una lógica dentro del gran plan del personaje para apoderarse del mundo. De esta forma, llegas a amar a aquel que por principios políticos y militares mató a miles, debastó ciudades enteras y que no pareció tener fin en su ambición. Alguno me direis que Alejandro era un hombre de su tiempo y que como tal hay que entenderlo. Pero no me ciño sólo a este personaje. Esto es sólo un pretexto para la reflexión que planteo. Cuando lees una biografía de cualquier persona actual, al final terminas entendiendo sus motivos, sus actos, sus pensamientos. ¿Realmente todo el mundo actúa según una lógica? ¿o son los biógrafos y novelistas los que con su fascinación por el personaje, nos transmiten cierta justificación hacia lo que los personajes hacen? ¿Llegaríamos a entender a un asesino en serie si leyéramos su biografía? ¿Llegaríamos a admirar a cualquier personaje que tuviera un buen biógrafo? ¿Sería esta una admiración merecida por el personaje o debida al embrujo que sobre el escritor han ejercido las posibles entrevistas, los meses de investigacion y las conversaciones con conocidos y amigos del personaje? Creo que es una duda irresoluble.

En un pozo oscuro y profundo

Una personalidad insegura, que se entrega confiada a quien no debe, corre el riesgo de caer en el pozo. Una vez que ha caído, los demás nos vemos incapaces de ayudar. Todas nuestras palabras, todos nuestros hechos, los ánimos, las reprimendas caen en ese pozo inagotable. El maldito pozo es creación de ella y sin embargo no se da cuenta. No percibe su propio poder sobre el pozo y no lo destruye. El pozo es por tanto percibido como impuesto e incluso merecido. En estas circunstancias, la personalidad insegura se aloja en él, aún siendo un lugar oscuro y profundo. En esa incomodidad encuentra una particular comodidad. Es entonces cuando el pozo se la traga poco a poco. El pozo la hunde lejos, donde nuestras voces y actos ya no tienen ninguna repercusión.

Rebosar

Una mesa para doce personas. Mantel navideño con estampado de árboles de navidad y muñecos de nieve. Copas de cristal. Platos llanos con servilletas de papel fino de color: cuchillo a la derecha, tenedor a la izquierda. Hoy no hay nada de cuchara. ¡A cenar! Son las nueve y media. Sobre la mesa dos platos de embutidos: lomo, jamón, salchichón y chorizo. Todo ibérico ¿eh? Cortadito fino. Dos bandejitas largas y estrechas de paté a la pimienta negra y a las finas hierbas, con panecitos tostados para untar y un cuenquito en el medio con mermelada de fresa. Fuente redonda de vidrio con una bola de crema de queso roquefort en el centro y hojas de endivias colocadas como pétalos. Dos fuentes de langostinos cocidos con salsa rosa. Un plato de hojaldritos con palitos de cangrejo picado y salsa rosa con zanahora rallada. Dos bandejas de mejillones con salsa picante y dos pocillos de gulas con ajo y cayena esperando en la cocina junto a un perolón con dos capones en salsa. Vino de casa y también de rioja (cuatro botellas en total) y pan y turrones de cinco tipos y polvorones. Cava catalán (cuatro botellas) de diferentes marcas. ¡Y las doce uvas! Aún no me he sentado y ya estoy lleno a REBOSAR. FELIZ AÑO 2008

Rechazo

La vi de refilón. Como una figura indefinida. La vi de soslayo, sin fijarme demasiado en nada de ella y, sin embargo, en ese gesto nació algo dentro de mí. La obligación nos puso en la necesidad de hablar. Parecía un ser interesante. Tenía un bello rostro y un pelo moreno ensortijado muy brillante, algo parecía ocultar, creí que era algún dolor, algún misterio, algo que yo quería saber. Poco a poco fuimos quedando a comer. Procuré siempre ser muy amable, cortés. Estas galanterías, ella parecía no entenderlas. Yo no sabía por qué. Yo le hablaba de mi vida, me sinceraba con ella. Ahora me doy cuenta de que no fui correspondido. No supe nada de ella. Creí que seríamos amigos. Deseaba ser su amigo. Pero me equivoqué. Mi deseo no era el suyo. Sutilmente rechazó mi trato especial. Ella era la más importante en aquel lugar y sin embargo yo para ella era uno más. Rechazo. Rechazo a mi insistencia, a mi amabilidad y quizás agobio también sintió todo el tiempo que yo creí que compartíamos. Pero la alegría sólo era mía. No fui nada para ella y a mí me cortó la respiración por más de un año. Qué duro es haber hecho tanto para conseguir un deseo, y que finalmente no se cumpliera. Las personas son libres incluso para no hacer caso de la entrega absoluta. Un solo chasquido de sus dedos hubiera removido el mundo entero. Sin embargo, lo dejó pasar, no me quiso complacer, no reconoció mis esfuerzos, mi cariño, mi amabilidad. Me gustaría decir que ella se lo perdió, pero no es así. Lo perdí yo todo. Ella se quedó como estaba antes de conocernos. A mí sólo me quedó el desgaste de mi alma toda, como si la hubiera puesto a centrifugar una niña indolente y caprichosa. Aún llora mi corazón cuando recuerdo este, mi más doloroso rechazo.

Yo y las letras

Pensando, pensando me he dado cuenta de lo importantes que siempre han sido las letras para mí. Pero, no penséis que ha sido una relación positiva siempre. Primero las negué y luego me absorbieron.
Siendo niño aprendí muy tarde a leer. La maestra en primero de E.G.B. insistió e insistió. Mis padres: erre que erre. Y a mí eso de leer me parecía un rollo. Mejor era jugar o ver la tele. Me distraía con cualquier cosa y mis lecturas eran torpes, cansinas y entrecortadas. No le sacaba ningún jugo a esos cuentos o historietas de los libros de texto. Fue tal el esfuerzo para aprender a leer, que pasé prácticamente toda la infancia sin leer voluntariamente nada. No leía ni tebeos.
¿Qué pasó entonces?¿Cuándo y por qué me enamoré de los libros?
Lo cierto es que en casa de mis padres siempre ha habido libros. Mi padre es un gran lector, un triturador como digo yo. Lee de todo. Su madre siempre me regalaba libros, junto a algún dinerillo, en los cumpleaños, reyes u otros momentos señalados. Mi tío (hermano de mi padre) también es un gran lector y cuando se hizo mayor empezó a regalarme libros también, junto a discos de música. Aquellos libros regalados se pasaron años en las estanterías de mi habitación, sin hacerles yo ningún caso. Me parecían regalos absurdos. Intentaba leerlos, pero me cansaba pronto y los abandonaba. Carecía de la imaginación o la paciencia de imaginar los relatos de los libros.
Hubo una maestra en E.G.B. que nos hizo leer en sexto un libro sobre un niño primitivo y su familia. "Ur" creo que se llamaba el libro. Aquella historia sí me gustó. Con once años la entendí y me di cuenta de que en los libros podían contarme cosas interesantes. Pero no fue tan fuerte la corriente como para que me iluminara y me pusiera a leer. Aquello fue más tarde.
Me encontré en el instituto, con 14 años. Un centro nuevo, gente nueva y había que adaptarse. Había allí compañeros que habían leído mucho, que compartían comentarios sobre libros y yo estaba fuera de lugar. Recuerdo que tuvimos un profesor de lengua. No recuerdo su nombre, pero aquel profesor nos dijo que aunque su asignatura era lengua y no tendríamos literatura hasta el siguiente curso, en su clase se leían libros de forma voluntaria. A mi me pareció bien eso de "voluntario". Y leí todo lo que nos mandó. Y de pronto me enamoré para siempre. Aquello sí eras buenas lecturas: "El señor de las moscas", "El guardián entre el centeno" y otros títulos que no recuerdo. Libros que hacían reflexionar y vivir en primera persona las aventuras.
Aquel mismo verano me propuse leer. Os lo juro. Con esas ceremonias que se hacen en la adolescencia, me miré al espejo y dije: "Tú vas a leer todos los días". Mi estreno fue con "El Hobbit" de J.R.R. Tolkien y el último que está en mis manos es la tercera parte de "Aléxandros. El confín del mundo" de Valerio Massimo Manfredi. Entre medias casi veinte años de cientos de lecturas, de disfrute y sufrimiento junto a miles de personajes y autores.

Este artículo es mi agradecimiento a mis padres, maestros y profesores por su insistencia en que descubriera el maravilloso mundo de los libros.