La huida hacia adelante
Quizás no es elegante.
Lo que es seguro,
Es que mira al futuro.
Mas de lo que se huye,
Finalmente te intuye.
Y lo que quisiste dejar atrás
al cabo te atrapará.
No huyas de lo mal hecho.
Corrige antes de continuar.
Que lo malo te persigue,
Aunque no pares de andar.
Qué bien viene estar en silencio. Leer, escribir, pensar... qué bien viene. Pero en silencio.
domingo, 23 de diciembre de 2012
martes, 26 de junio de 2012
El Árbol de los Calcetines. Segunda parte.
Los tres amigos se dieron cuenta de que el árbol daba calcetines cuando se le pedía. Probaron con otras prendas: pidieron pantalones, camisetas, gorros, guantes, bufandas... pero el árbol no hacía caso. Como todos los días desde que plantaron los calcetines de Jorge, los tres amigos regaron el árbol con sus manos y se fueron a jugar con una emoción muy grande. Tenían un secreto maravilloso y no debían contárselo a nadie.
A la hora de la cena, la mamá de Jorge estaba hablando con él, preguntándole cosas del colegio y qué tal en el parque, preguntas de madre que Jorge solía ventilar con vaguedades. Pero de pronto su madre le hizo una pregunta inesperada:
- ¿Qué es lo que haces con tus amigos cerca de la fuente rota? (las madres no saben los nombres de los sitios) Vais todos los días por allí y sabes que no me gusta.
Jorge intentó tragar, pero no le pasaba el bocado. Su madre le estaba mirando con la cara de "cuéntamelo tú, que yo ya sé lo que hacéis. ¡Y no me mientas!". Una mirada larga de definir, pero que Jorge conocía bien. Mirada irresistible y de consecuencias nefastas si a Jorge se le ocurría mentir.
- Aaaaaa, pues....
- Venga, cuéntame. Dime la verdad.
- Hemos plantado unos calcetines y los regamos.
- ¿Unos calcetines? ¿Tus calcetines nuevos? Ya decía yo que dónde estaban. Jorge, por favor. ¿Cómo se te ocurre? Quiero que mañana vayas con tus amigos y los desentierres, a ver si puedo lavarlos. Estarán hechos un desastre ¿Cómo se te ocurre? Qué barbaridad.
- No puedo.
- Irás mañana y me darás los calcetines.
- Es que no puedo.
- ¿Cómo que no? No te pongas rebelde encima.
- Que no puedo, porque ha salido un árbol. El Árbol de los Calcetines.
- Vale ya, Jorge.
Y con un gesto rápido y dolido la madre retiró los platos de la mesa y se los llevó a la cocina disimulando malamente su gran enfado. Jorge la siguió hasta la cocina, no podía ver así a su madre. No le estaba mintiendo y ella no le creía:
- Mamá, te digo la verdad. Ha salido un árbol y cuando le pides calcetines, los saca de las ramas. Le hemos pedido otras ropas, pero sólo saca calcetines. No te miento, de verdad mamá.
- Vamos a lavarnos los dientes, Jorge.
Jorge no podía soportar que su madre no le creyera y se abrazó a sus piernas a punto de llorar:
- Mamá.
Ante aquella desesperación en la voz, la madre bajó los ojos mirando directamente la cara de su hijo y no quiso hacerle sufrir más:
- Vale hijo. Mañana vamos al parque y me enseñas ese árbol. ¿De acuerdo?
- Sí, mamá.
- Venga, a lavarse los dientes y a contar el cuento para dormir.
- Sí, mamá.
Al día siguiente, después de llevar a Jorge al colegio, María, la madre, se acercó por el parque donde jugaban los niños por las tardes. Estaba levemente intrigada. La actitud de Jorge la noche anterior le había confundido.
Caminó hacia la fuente rota que estaba entre dos montículos del parque. Sorprendentemente había un arbolito que no recordaba que estuviera allí. Se acercó más, le dio una vuelta entera al árbol de tronco blanquísimo, ramas finas y hojas de un verde intenso. No sabía mucho de botánica, pero aquel árbol le era totalmente desconocido a María.
Miró un poco a los lados y con cara de incredulidad y un brillito infantil en los ojos, María dijo:
- Unas medias negras.
Y con un leve movimiento ondulante, de entre las ramas del arbolito surgieron dos medias negras muy brillantes. María no daba crédito. Miró a un lado y a otro del parque, nadie a la vista. Tocó las medias, eran auténtico nailon y salían de una rama del árbol. Aquello no podía ser. Tiró despacio de las medias que se desprendieron fácilmente. Las dobló y las metió en el bolso.
Muy perturbada y confundida, María se fue a comprar el pan.
Continuará...
sábado, 23 de junio de 2012
El Árbol de los Calcetines
Jorge siempre llegaba a casa del colegio muy agitado y sudoroso. Había jugado intensamente, había saltado y trotado a cuatro patas por todos los lugares donde no hubiera un adulto que le reprendiera.
Jorge era un niño de seis años, activo, listo y juguetón. A veces, no prestaba atención a lo que se le decía, porque andaba pensando en aviones velocísimos, en coches supersónicos y en animales muy fieros que cazaban ciervos con sus garras súper afiladas.
Su madre ya no sabía qué hacer para quitar a Jorge la manía de llegar a casa y dejar todo tirado por todas partes: la chaqueta encima del sofá, los zapatos cada uno en un rincón, los calcetines... los calcetines de Jorge siempre estaban colocados uno encima del otro con mucho cuidado en cualquier parte: debajo de la mesa del salón, detrás de la puerta del cuarto de baño, a los pies de la cama... A Jorge le gustaban los calcetines, pero le daban calor casi siempre.
Su madre, un día, muy cansada de ver el desorden que dejaba Jorge, le gritó: ¡¡estoy harta de este sembrado!!
Jorge entonces paró en seco, su madre no solía gritar, siempre hablaba bajito y despacio, para que él pudiera entender bien lo que se le decía. Jorge se puso serio y empezó a recoger la ropa, recordando las rutinas del cole: colgó la chaqueta en su percha de la entrada, metió sus zapatos dentro del mueble zapatero de su habitación y los calcetines... los calcetines se los metió en el bolsillo. Jorge había tenido una idea.
Esa tarde, después de merendar, Jorge y su madre salieron al parque a jugar con otros niños del barrio. Jorge procuró que su madre no notara el bulto en el bolsillo. Allí llevaba sus calcetines.
En cuanto salieron a la calle buscó a Sara y a Paco. Cuando les encontró, les contó rápidamente el plan que tenía. Les apartó del resto y les dijo sin mover mucho los labios que tenían que irse al Reguero. El Reguero era el chorrito de agua que se encauzaba levemente de una fuente rota, que siempre tenía fugas de agua. A las madres no les gustaba que fueran a jugar al Reguero, así que tuvieron que hacerse los invisibles. Para eso se agacharon entre los niños que jugaban a las chapas, al fútbol y con los cubos de arena y se distanciaron poco a poco. Finalmente, llegaron al Reguero y Jorge dijo:
- Dice mi madre que mi ropa es un sembrado, pues vamos a plantar mis calcetines, a ver qué pasa.
- Genial - dijo Sara
- Yo cojo agua - apoyó Paco.
Sara y Jorge escarbaron un hoyo con las manos, mientras Paco cogía agua de la fuente. Cuando el hoyo les pareció suficiente, Paco echó el agua, pero ya no tenía casi entre las manos. Pusieron los calcetines sucios y arrugados dentro del hoyo y los enterraron. Después los tres acudieron a la fuente a llenarse las manos de agua, para regar los calcetines recién plantados.Tras esto, se fueron a jugar al parque a la vista de sus madres que no se habían dado cuenta de nada.
Los tres amigos se acercaban todos los días al lugar de plantación, cerca del Reguero, pero nada. No pasaba nada. Aún así, regaban los calcetines cogiendo agua de la fuente rota.
Y así pasaron dos días y tres y cuatro y cinco y seis, pero el séptimo día, el séptimo día, Jorge, Sara y Paco se quedaron con la boca abierta. De la nada, en una sola noche había surgido, en el lugar donde plantaron y regaron los calcetines de Jorge, un árbol. Un árbol de tamaño medio, con tronco blanco y ramas delgadas y delicadas y unas hojas de verde intenso. Dieron una vuelta al árbol y no encontraron nada. Paco, algo molesto, dijo mirando a sus amigos:
- Creí que este árbol sería de calcetines, es un árbol normal y yo quería unos calcetines de algodón que no me picaran y me tuvieran los pies calientes.
En ese mismo instante, un par de ramas se doblaban bajo el peso de unos únicos y blanquísimos pares de calcetines de algodón.
Paco no lo dudó, se acercó decidido al árbol y arrancó aquel par de calcetines y se los puso. Eran unos calcetines muy cómodos, blanditos y nuevos. Los tres amigos se rieron emocionados y buscaron más pares de calcetines en el Árbol de los Calcetines. Pero no había más. Sara se quejó en voz alta:
- Pues vaya, necesito unos calcetines de hilo con globos de colores bordados, para mi vestido rojo y no los encuentro en ninguna tienda. En ese momento el árbol se removió y, silbando levemente, de dos ramitas finas salieron dos calcetines de fino hilo rojo, con bordados de globos de colores. Saltando de alegría Sara los recogió del árbol y, doblándolos con cuidado, los guardó en un bolsillo de sus vaqueros.
Jorge era un niño de seis años, activo, listo y juguetón. A veces, no prestaba atención a lo que se le decía, porque andaba pensando en aviones velocísimos, en coches supersónicos y en animales muy fieros que cazaban ciervos con sus garras súper afiladas.
Su madre ya no sabía qué hacer para quitar a Jorge la manía de llegar a casa y dejar todo tirado por todas partes: la chaqueta encima del sofá, los zapatos cada uno en un rincón, los calcetines... los calcetines de Jorge siempre estaban colocados uno encima del otro con mucho cuidado en cualquier parte: debajo de la mesa del salón, detrás de la puerta del cuarto de baño, a los pies de la cama... A Jorge le gustaban los calcetines, pero le daban calor casi siempre.
Su madre, un día, muy cansada de ver el desorden que dejaba Jorge, le gritó: ¡¡estoy harta de este sembrado!!
Jorge entonces paró en seco, su madre no solía gritar, siempre hablaba bajito y despacio, para que él pudiera entender bien lo que se le decía. Jorge se puso serio y empezó a recoger la ropa, recordando las rutinas del cole: colgó la chaqueta en su percha de la entrada, metió sus zapatos dentro del mueble zapatero de su habitación y los calcetines... los calcetines se los metió en el bolsillo. Jorge había tenido una idea.
Esa tarde, después de merendar, Jorge y su madre salieron al parque a jugar con otros niños del barrio. Jorge procuró que su madre no notara el bulto en el bolsillo. Allí llevaba sus calcetines.
En cuanto salieron a la calle buscó a Sara y a Paco. Cuando les encontró, les contó rápidamente el plan que tenía. Les apartó del resto y les dijo sin mover mucho los labios que tenían que irse al Reguero. El Reguero era el chorrito de agua que se encauzaba levemente de una fuente rota, que siempre tenía fugas de agua. A las madres no les gustaba que fueran a jugar al Reguero, así que tuvieron que hacerse los invisibles. Para eso se agacharon entre los niños que jugaban a las chapas, al fútbol y con los cubos de arena y se distanciaron poco a poco. Finalmente, llegaron al Reguero y Jorge dijo:
- Dice mi madre que mi ropa es un sembrado, pues vamos a plantar mis calcetines, a ver qué pasa.
- Genial - dijo Sara
- Yo cojo agua - apoyó Paco.
Sara y Jorge escarbaron un hoyo con las manos, mientras Paco cogía agua de la fuente. Cuando el hoyo les pareció suficiente, Paco echó el agua, pero ya no tenía casi entre las manos. Pusieron los calcetines sucios y arrugados dentro del hoyo y los enterraron. Después los tres acudieron a la fuente a llenarse las manos de agua, para regar los calcetines recién plantados.Tras esto, se fueron a jugar al parque a la vista de sus madres que no se habían dado cuenta de nada.
Los tres amigos se acercaban todos los días al lugar de plantación, cerca del Reguero, pero nada. No pasaba nada. Aún así, regaban los calcetines cogiendo agua de la fuente rota.
Y así pasaron dos días y tres y cuatro y cinco y seis, pero el séptimo día, el séptimo día, Jorge, Sara y Paco se quedaron con la boca abierta. De la nada, en una sola noche había surgido, en el lugar donde plantaron y regaron los calcetines de Jorge, un árbol. Un árbol de tamaño medio, con tronco blanco y ramas delgadas y delicadas y unas hojas de verde intenso. Dieron una vuelta al árbol y no encontraron nada. Paco, algo molesto, dijo mirando a sus amigos:
- Creí que este árbol sería de calcetines, es un árbol normal y yo quería unos calcetines de algodón que no me picaran y me tuvieran los pies calientes.
En ese mismo instante, un par de ramas se doblaban bajo el peso de unos únicos y blanquísimos pares de calcetines de algodón.
Paco no lo dudó, se acercó decidido al árbol y arrancó aquel par de calcetines y se los puso. Eran unos calcetines muy cómodos, blanditos y nuevos. Los tres amigos se rieron emocionados y buscaron más pares de calcetines en el Árbol de los Calcetines. Pero no había más. Sara se quejó en voz alta:
- Pues vaya, necesito unos calcetines de hilo con globos de colores bordados, para mi vestido rojo y no los encuentro en ninguna tienda. En ese momento el árbol se removió y, silbando levemente, de dos ramitas finas salieron dos calcetines de fino hilo rojo, con bordados de globos de colores. Saltando de alegría Sara los recogió del árbol y, doblándolos con cuidado, los guardó en un bolsillo de sus vaqueros.
Continuará...
domingo, 5 de febrero de 2012
Hombres de velcro. Segunda parte
Viene de "Hombres de velcro"
El, en otro momento, gigantesco hombre de velcro despertó. Estaba tumbado y se intentó incorporar. No pudo. Sintió algo. Decir esto es mucho, los hombres de velcro no sentían. Pero aquel sintió un grandísimo cansancio. Jamás algo parecido había pasado en su prolongada existencia. Era el último de una estirpe de tragadores voraces que, sin más, habían acabado con el mundo tantas veces que no se podía ni contabilizar.
Oyó un ruido a su lado. Y esto le asustó enormemente. Los hombres de velcro no habían oído nunca nada y mucho menos, habían sentido temor. El hombre de velcro no pudo soportar el cataclismo en su existencia, aquella tormenta de emociones que jamás había sentido se disparaban en su mente con tal violencia que tuvo que gritar. ¡¡¡Gritar!!! ¿Dónde se había visto semejante cosa? ¿Qué era aquello? Las bocas de los hombres de velcro habían sido usadas sólo para tragar y tragar, no servían para ninguna otra cosa y ahora, de pronto, aquel agujero negro había emitido un sonido, un sonido que él había escuchado. ¡¡Se había oído a sí mismo!!
Agitadísimo el hombre de velcro intentó huir, pero un sonido suave le hizo detenerse. Un sombra estaba emitiendo sonidos nunca oídos por él. Sintió curiosidad y procuró escuchar con detenimiento aquel sonido. La figura se acercó un poco más siempre emitiendo aquel sonido rítmico y embriagante que le calmó al fin. La figura se aproximó lo suficiente para poder ser vista y unos ojos dulces y confiados miraban al hombre de velcro. Sin dejar de emitir sonidos, la figura se desenganchó un retal de los duros pelos de su cuerpo y se lo ofreció alargando una extremidad al hombre de velcro. La figura era una extraña forma de hombre de velcro, pequeña y clara con extremidades y no era casi redonda como todos los hombres de velcro que él conocía.
En una especie de trance a causa de los sonidos que emitía aquella pálida figura, el hombre de velcro se calmó. La figura se acercó más con el trozo de retal alargado hacia él. Cada vez más cerca hasta que el retal chocó suavemente sobre la boca del hombre de velcro. Confuso, no supo qué hacer y decidió abrir la boca. El retal calló dentro y al hombre de velcro se le proyectaron en la mente paisajes y recuerdos en una corriente punzante. Miró a la figura y abrió la boca de nuevo. La figura se arrancó otro retal y se lo dió al hombre de velcro. Y luego otro y otro más. Hasta que el hombre de velcro supo que aquello eran sabores del mundo nunca degustados.
La figura se marchó y regresó con frecuencia con retales nuevos para el hombre de velcro. Éste degustaba los retales que la figura se separaba de su cuerpo y deseaba la visita en aquel espacio oscuro del que no sabía nada.
Tras muchas visitas y muchos retales comidos, en una ocasión la figura cogió al hombre de velcro por una extremidad y le hizo levantarse del suelo. La figura retiró un velo que dió paso a una refulgencia insoportable para los ojillos del hombre de velcro que llevaba en la casi oscuridad mucho tiempo. Cuando pudo abrir los ojos se dió cuenta de que estaba rodeado de figuras claras. Eran muchos y le miraban fijamente. La refulgencia era una luz en el cielo, a la que nunca había hecho caso antes. El calor de aquella esfera le reconfortó. El grupo de gente emitía aquellos sonidos que tanto le calmaban de su figura cuidadora.
Miró alrededor, ya sin dolor en los ojillos, y vio un suelo cubierto de hierba verde. Corta en la zona donde se encontraban y alta en las laderas de unas montañas que primero se cubrían de arbustos y después de grandes árboles y poco a poco, en la distancia, se mostraban como impasibles moles de piedra.
Recordó su existencia de tragador del mundo y se sintió muy pequeño. Él se había tragado montañas más altas que aquellas sin sentir apenas nada. Sin sentir el calor de aquella luz de arriba, sin el cosquilleo de aquella hierba corta y algo húmeda bajo su cuerpo negro. Al ver el arroyo que descendía tranquilo cerca de aquel lugar, descubrió el brillo plateado de seres sumergidos y oyó el canto de las ranas y el zumbido de insectos minúsculos entre los juncos de la ribera. Recordó haber secado ríos más grandes que ese y mares incluso tan inmensos como todo aquel valle. Pero nunca había visto la belleza que ocultaban esas aguas, la vida en sus orillas que llena el aire de susurros. Había sido capaz en una ocasión de tragarse hasta las nubes del cielo que parecían grandes pero no llenaban. Se había tragado a tantos otros hombres de velcro...
Se sintió solo e insignificante y del centro de su cuerpo negro y reducido surgió un ahogo, una sensación nueva y jamás antes notada por él. El hombre de velcro empezó a derramar agua por los ojillos y de su boca antes informe surgió un sonido ligero, que fue el preludio de un sollozo ahogado y este de un grito angustiado de pena y soledad. El hombre de velcro lloró largo rato desplomado en el suelo.
Finalmente, sintió manos que le tocaban y le tiraban del cuerpo para incorporarlo. Decenas de caras emitían sonidos hipnóticos y muchas más manos le ofrecían retales del mundo. El hombre de velcro aceptó las ofrendas y comió retales de monte, de río y de bosque y se sintió mejor.
El, en otro momento, gigantesco hombre de velcro despertó. Estaba tumbado y se intentó incorporar. No pudo. Sintió algo. Decir esto es mucho, los hombres de velcro no sentían. Pero aquel sintió un grandísimo cansancio. Jamás algo parecido había pasado en su prolongada existencia. Era el último de una estirpe de tragadores voraces que, sin más, habían acabado con el mundo tantas veces que no se podía ni contabilizar.
Oyó un ruido a su lado. Y esto le asustó enormemente. Los hombres de velcro no habían oído nunca nada y mucho menos, habían sentido temor. El hombre de velcro no pudo soportar el cataclismo en su existencia, aquella tormenta de emociones que jamás había sentido se disparaban en su mente con tal violencia que tuvo que gritar. ¡¡¡Gritar!!! ¿Dónde se había visto semejante cosa? ¿Qué era aquello? Las bocas de los hombres de velcro habían sido usadas sólo para tragar y tragar, no servían para ninguna otra cosa y ahora, de pronto, aquel agujero negro había emitido un sonido, un sonido que él había escuchado. ¡¡Se había oído a sí mismo!!
Agitadísimo el hombre de velcro intentó huir, pero un sonido suave le hizo detenerse. Un sombra estaba emitiendo sonidos nunca oídos por él. Sintió curiosidad y procuró escuchar con detenimiento aquel sonido. La figura se acercó un poco más siempre emitiendo aquel sonido rítmico y embriagante que le calmó al fin. La figura se aproximó lo suficiente para poder ser vista y unos ojos dulces y confiados miraban al hombre de velcro. Sin dejar de emitir sonidos, la figura se desenganchó un retal de los duros pelos de su cuerpo y se lo ofreció alargando una extremidad al hombre de velcro. La figura era una extraña forma de hombre de velcro, pequeña y clara con extremidades y no era casi redonda como todos los hombres de velcro que él conocía.
En una especie de trance a causa de los sonidos que emitía aquella pálida figura, el hombre de velcro se calmó. La figura se acercó más con el trozo de retal alargado hacia él. Cada vez más cerca hasta que el retal chocó suavemente sobre la boca del hombre de velcro. Confuso, no supo qué hacer y decidió abrir la boca. El retal calló dentro y al hombre de velcro se le proyectaron en la mente paisajes y recuerdos en una corriente punzante. Miró a la figura y abrió la boca de nuevo. La figura se arrancó otro retal y se lo dió al hombre de velcro. Y luego otro y otro más. Hasta que el hombre de velcro supo que aquello eran sabores del mundo nunca degustados.
La figura se marchó y regresó con frecuencia con retales nuevos para el hombre de velcro. Éste degustaba los retales que la figura se separaba de su cuerpo y deseaba la visita en aquel espacio oscuro del que no sabía nada.
Tras muchas visitas y muchos retales comidos, en una ocasión la figura cogió al hombre de velcro por una extremidad y le hizo levantarse del suelo. La figura retiró un velo que dió paso a una refulgencia insoportable para los ojillos del hombre de velcro que llevaba en la casi oscuridad mucho tiempo. Cuando pudo abrir los ojos se dió cuenta de que estaba rodeado de figuras claras. Eran muchos y le miraban fijamente. La refulgencia era una luz en el cielo, a la que nunca había hecho caso antes. El calor de aquella esfera le reconfortó. El grupo de gente emitía aquellos sonidos que tanto le calmaban de su figura cuidadora.
Miró alrededor, ya sin dolor en los ojillos, y vio un suelo cubierto de hierba verde. Corta en la zona donde se encontraban y alta en las laderas de unas montañas que primero se cubrían de arbustos y después de grandes árboles y poco a poco, en la distancia, se mostraban como impasibles moles de piedra.
Recordó su existencia de tragador del mundo y se sintió muy pequeño. Él se había tragado montañas más altas que aquellas sin sentir apenas nada. Sin sentir el calor de aquella luz de arriba, sin el cosquilleo de aquella hierba corta y algo húmeda bajo su cuerpo negro. Al ver el arroyo que descendía tranquilo cerca de aquel lugar, descubrió el brillo plateado de seres sumergidos y oyó el canto de las ranas y el zumbido de insectos minúsculos entre los juncos de la ribera. Recordó haber secado ríos más grandes que ese y mares incluso tan inmensos como todo aquel valle. Pero nunca había visto la belleza que ocultaban esas aguas, la vida en sus orillas que llena el aire de susurros. Había sido capaz en una ocasión de tragarse hasta las nubes del cielo que parecían grandes pero no llenaban. Se había tragado a tantos otros hombres de velcro...
Se sintió solo e insignificante y del centro de su cuerpo negro y reducido surgió un ahogo, una sensación nueva y jamás antes notada por él. El hombre de velcro empezó a derramar agua por los ojillos y de su boca antes informe surgió un sonido ligero, que fue el preludio de un sollozo ahogado y este de un grito angustiado de pena y soledad. El hombre de velcro lloró largo rato desplomado en el suelo.
Finalmente, sintió manos que le tocaban y le tiraban del cuerpo para incorporarlo. Decenas de caras emitían sonidos hipnóticos y muchas más manos le ofrecían retales del mundo. El hombre de velcro aceptó las ofrendas y comió retales de monte, de río y de bosque y se sintió mejor.
Continuará...
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