Las ocho de la tarde del día veinte de octubre. Miro las últimas noticias en internet y me salta a los ojos un titular acompañado de la foto de tres encapuchados: "ETA declara el fin definitivo de la lucha armada". En ese momento mi mente se divide en dos y sigo haciendo cosas como pinchar la noticia para leer más, correr a decírselo a Noemí y hablar con ella esperanzado. Pero a la vez, ese titular me ha arrancado de mi presente y se me presentan los "¡¡hijos de puta, hijos de puta!!" de unos ciudadanos en el puente de Vallecas que gritan al aire entre los restos de una explosión. Y un autobús destrozado en la plaza de la Replública Argentina con jóvenes guardias civiles, por donde tantas veces he pasado luego para ir a la calle Vitruvio. Y los cuerpos mutilados de Irene Villa y su madre a los pies del coche con el que iban al colegio. Y la cara de alucinada incredulidad ante la multitud vitoreante de Ortega Lara, gafas de pasta, barba larga y cuerpo consumido. Y me he visto gritar con miles de personas para que por favor, por favor no maten a Miguel Ángel Blanco. Y ponerme de rodillas con las manos blancas en la nuca porque habían matado a Tomás y Valiente y ese día se suspendieron las clases en mi universidad. Y una bicicleta bomba en López de Hoyos a quinientos metros de donde vivía la que ahora es mi mujer. Y el aparcamiento de la T4 por los aires junto con nuestras esperanzas una vez más. Y tantas fotos de etarras y tantas declaraciones políticas y tantas familias llorando sus muertos.
Tengo treinta y seis años y mi mujer me abraza porque ve mi piel de gallina y mis ojos brillantes. Adivina como nadie que algo más pasa por mi cabeza aparte de la propia noticia. Y tiene razón como casi siempre, porque los recuerdos me traen con ellos aquellos sentimientos de impotencia e incredulidad ante las barbaridades.
Aún recuerdo cuando mis familiares de Francia me preguntaron una vez: "¿pero los de ETA qué quieren en realidad?" y con mis veinte años de experiencia en muertos y atentados de entonces no supe que contestarles. ¿Qué piden estos con extrosión, tiros, secuestros y bombas? Cercenando así la normalidad a toda una sociedad y sobre todo a la gente en el País Vasco. "No lo sé, sólo son unos asesinos" contesté a mis familiares franceses allá en Noisy-le-Grand.
Soy madrileño y he vivido con miedo a morir o a que maten a cualquier amigo o conocido. Ahora me parece mentira que mis hijos crezcan sin estos recuerdos que yo tengo de atentados y secuestros, de coches bomba y manifestaciones de rabia contenida. Sin temor.
ETA ocupa un buen trozo de mí mismo y ahora mi yo sin ETA será un yo mucho más feliz, sin duda.
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